De Alfredo Luis Fernández
Fueron minutos aplaudiéndolo de pie. Con las Madres en primera fila, con el peso abrumador de cada una de las adhesiones y presencias que motivó el "caso práctico" de "criminología mediática" que lo tuvo como víctima.
Raúl Zaffaroni, en la casa donde ejerció la docencia por décadas, dio una clase memorable, la más inspirada, punzante y rotunda que haya brindado alguien alguna vez en ese edificio desde que fuera erigido en tiempos del primer peronismo.
Un cartel anunciando la prohibición del ingreso con bombos confesaba en el inicio las contradicciones que aun en el loable gesto de homenajear a Zaffaroni laten en el siempre complejo mundo académico.
Pero la sustancia fue ganándole a las formas, las presencias fueron derrumbando las prevenciones, la autenticidad fue aflojando las poses y el auditorio fue madurando en la expectativa de tener frente a sí al hombre que no sólo no sucumbió frente a la lapidación mediática, sino que fue capaz de una respuesta magistral que se coronó en la clase de anoche y que desnudó los burdos mecanismos sobre los que se erige la inquisición mediática.
No importó que los discursos fueran demasiados y que la lectura de adhesiones terminara resultando cansadora. La espera valió la pena y desde el primer instante, desde el gesto emocionado que sostuvo a la frase primera, Raúl Zaffaroni demostró que se puede ser rotundo y drástico sin perder la elegencia, que no hay mayor dureza que la que exhibe quien sostiene su verdad con talento.
Arrancó despejando cualquier riesgo de que pretendieran utilizar su alocución para recusarlo en cualquier causa singificativa para luego exponerse como ejemplo rotundo del funconamiento de la criminología mediática.
Irina se llevó el premio de la impresión con sus anotaciones de puño y letra de una alocución memorable. Desisto de citar de memoria, de intentar transcribir algún párrafo, porque pronto estoy seguro tendremos la dicha de compartir cada gesto, cada silencio y cada énfasis de su clase magistral.
Coronó la faena con el anuncio de que el fallido intento de lapidación había modificado una decisión íntima, que aun no había conversado con nadie, la de dejar la Corte en octubre. Dejó en claro que no había nacido ni quería ser identificado como juez de la Corte, que ante todo era Raúl, el hombre que en un momento de su vida estuvo frente a la responsabilidad de ejercer ese trabajo, pero que aunque no estaba en esa función para quedarse para siempre, la operación mediática lo había decidido a permanecer en su cargo, al menos por el tiempo que fuera necesario para dejar en claro que no habían hecho mella en su entereza y su ánimo.
Después vendría el momento de los abrazos, de la pulsión por acercarse al maestro, de los pibes de AJUS atreviéndose a asomar sus trapos en un Salón de Actos cuya solemnidad de siempre acababa de rendirse al talento de nuestro jurista más destacado, el hombre al que convocó Néstor Kirchner cuando se decidió a transformar la Corte, el que nos brinda la dicha casi presuntuosa de sentirnos sus discípulos.
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