Por Raúl Isman y Adrián Carlos Corbella
"Ni calco ni copia, sino creación heroica".
José Carlos Mariétegui.
Hace aproximadamente un siglo y medio Karl Marx analizaba en “El Capital” (y en otras obras económicas, sociales y políticas) las insalvables contradicciones que corroían al sistema capitalista. Postulaba, en lo central, que esas contradicciones llevarían al orden burgués (necesariamente) a la ruina, bajo la forma de crisis económicas inevitables; que provocarían, a su vez, sucesivas situaciones y crisis revolucionarias. Y que además dicho proceso comenzaría lógicamente por los países centrales, porque en ellos la sociedad capitalista había llegado más lejos. El capitalismo sería sucedido por el socialismo (face inicial), un nuevo modo de producción que, cuando lograra una plena igualdad política, social y económica y expandiéndose por todo el orbe podría ser llamado comunismo (etapa superior). Pero en rigor semejante proceso sólo podría darse en formaciones económicas avanzadas o- por llamarlas ad usum de los años ’90- del primer mundo; en las que se hubiere completado lo central de las tareas burguesas. Dichas tareas resultaban precondición inevitable y necesaria de la revolución proletaria y eran en lo central:
a) Desarrollo de una economía capitalista industrial y avanzada, signo inequívoco que en tal país la clase burguesa se había hecho con el poder económico. Y ligado a lo anterior y desde lo político
b) La creación de un estado nacional, base política correspondiente a la soberanía de dicha clase social. Tales son las tareas propias correspondientes al horizonte correspondiente a la revolución que Marx denominó burguesa.
Hemos glosado, en un apretado y rápido resumen, la teoría de Marx, un analista brillante del sistema capitalista y un profeta de la revolución (proletaria y comunista) que nunca ocurrió. Pero por cierto que la práctica histórica concreta resultó muy distinta a lo previsto en las teorizaciones previas. En principio digamos que uno de los errores o fallas más notorios en las elaboraciones marxianas reside en su mirada general sobre el mundo, notablemente eurocentrista. Son muy escasas las referencias en su obra a la situación colonial (que sufrían al menos tres cuartas partes de la humanidad) y llega a afirmar que el imperialismo ingles asume posturas y rasgos revolucionarios… ¡al conquistar la India! En nuestra opinión, la contradicción imperialismo-nación (o pueblo) asume una centralidad mayor que el enfrentamiento burguesía-proletariado, naciente de la lucha de clases propia del modo capitalista de producción. Por aquellos años, esta última lectura de la realidad mundial (llamada clase contra clase por la tercera internacional) dejaba fuera la comprensión de la problemática en la mayor cantidad de países del orbe y resultaba exótica a los ojos de las masas habitantes en lo que aún no se denominaba tercer mundo. Semejante falla u olvido en la concepción de Marx no puede obviarse para construir una interpretación de casi dos siglos de movimiento obrero y luchas populares en todo el orbe. Puede decirse que la elaboración del autor de Das Kapital es una teoría de la revolución en los países capitalistas avanzados, lo cual puede fundamentarse con diferentes referencias en su obra. La “entrada” de los pueblos del mundo periférico a la “historia” sólo puede ser facilitada por la venia de la avanzada Europa; sea por vía de la burguesía (la colonización británica en la India) o porqué la revolución proletaria en el occidente industrial permitiere a la arcaica Rusia saltar etapas históricas en su desarrollo.
Reforma, revolución
y otras cuestiones
En diversas épocas de la historia y durante las distintas sociedades de clases existieron reformadores de la sociedad. Se trataba centralmente de núcleos críticos (o diletantes) del bloque de clases que ejercía el poder real en sus respectivos tiempos. Tales reformadores intentaban modificar los aspectos más agresivos de la sociedad; a efectos de continuar, por otras vías, la misma dominación. Desde los Gracos y Julio Cesar en la antigüedad romana hasta diversas herejías en los tiempos bajomedievales son ejemplos de la orientación descripta. La literatura italiana inmortalizó una orientación y una época con el célebre personaje Don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, protagonista de la famosa novela “Il Gatopardo” de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. El noble novelado de marras era antepasado del autor y melancólicamente pontifica acerca de la necesidad de realizar transformaciones cosméticas para mantener lo esencial del status quo. Se lo puede leer en la obra literaria citada y ver en la magnífica recreación cinematográfica dirigida por el gran Luchino Visconti.
La cuestión se diversifica con el advenimiento de los tiempos modernos; en los que las reformas sociales pasaron a ser mester de filósofos y utopistas, soñadores de mundos ideales, no necesariamente anclados con clases y actores sociales realmente existentes. Y por otra parte asume mayor complejidad con el vasto movimiento cultural denominado ilustración; ya que- al decir de Antonio Gramsci- se trata de una verdadera internacional intelectual de la revolución burguesa. Pero presta ministros y funcionarios de todo tipo a monarquías escasamente progresistas. Y dejemos sentado que con la ilustración la idea de progreso comienza a ser visto como un valor de alcance universal; es decir deseable para todas las personas. Hasta allí progresismo y reformismo parecían ser términos intercambiables o identificables uno con el otro. Poco después comienzan a autonomizarse. Por cierto que la revolución iniciada en Francia en 1789 pone a prueba el significado de todas estas etiquetas (progresista, reformista, revolucionario, que no estaban aún muy difundidos en las ciencias sociales); ya que en principio la común oposición al antiguo régimen unifica a girondinos (burguesía moderada, “reformista”) con jacobinos (ala izquierda de la misma clase, “progresista”) y “revolucionarios” sans-cullotes y rabiosos (que pueden ser llamados en nuestro léxico actual ultraizquierdistas). Es más, la revolución francesa acuñó el propio vocablo revolución para el lenguaje político. La filósofa alemana Hanna Arendt diferencia tal transformación de las que se produjeron en etapas anteriores; para las cuales reserva el término cambio de las cosas (mutatio rerum, en latín en el original). Y fue precisamente en la Francia revolucionaria donde nació el concepto de revolución comunista, cuando en 1799 se desencadenó la conspiración de los iguales. Tales “primitivos” comunistas no eran más que jacobinos insatisfechos con los límites burgueses de la revolución. Una famosa frase de algunos confabulados, tomar el cielo por asalto, hizo historia en la literatura, las ciencias sociales y el lenguaje de la agitación social y política. Continuador de aquellos primeros revolucionarios comunistas fue Augusto Blanqui (1805-1881). Luego de la revolución parisina de 1848 quedan claramente delineadas dos orientaciones opuestas: la recién referida y la que impulsaba Louis Blanc (1811-,1882), consistente en acceder al gobierno (no al poder) para realizar reformas; no transformar radicalmente la economía y la sociedad, como anhelaban Blanquí y sus seguidores.
Karl Marx observaba los debates referidos y muchos más; al tiempo que participaba en las luchas revolucionarias. Su obra no deja de ser una larga reflexión sobre los citados debates en diálogo con la experiencia histórica del movimiento obrero y comunista. Pero si bien el autor nacido en Tréveris reivindicaba una condición científica para “su” socialismo y una carácter radical para la revolución obrera y comunista para la cual militaba, jamás desconoció que diversas fuerzas reformistas (los sindicatos ingleses, los socialistas alemanes, los demócratas franceses; por ejemplo) eran retoños “del palo”; es decir agrupamientos integrantes de una misma familia (o movimiento). No puede ser más contrastante su actitud con, por ejemplo, la posición de los partidos Trotskistas de la Argentina; que se caracterizan no sólo por la agresión verbal constante (que no puede confundirse con la verdadera crítica) hacia las posiciones reformistas, si no también por verdaderas guerras discursivas a lo interno de las propias sectas troskosáuricas; enfrentadas entre si por cuestiones tan acuciantes para las sufridas masas laboriosas como cual de ellas es la verdadera guardiana de la sagrada ortodoxia troska.
La revolución rusa:
¿especificidad nacional o modelo universal?
Los vericuetos de la historia hicieron que la primera revolución exitosa se diera en Rusia, país que distaba mucho de ser una formación social con un capitalismo más avanzado y perfeccionado. La Rusia de 1917 apenas si había comenzado un tímido proceso de industrialización. Por añadidura, el crecimiento de un espacio manufacturero obedecía más a la acción de un modernizador ministro reformista, que al crecimiento de una clase burguesa con capacidad de disputar el poder contra la altiva y parasitaria aristocracia y contra la propia autocracia zarista. Por otra parte, Rusia dependía financieramente de Francia, e industrialmente de Inglaterra, Alemania y Francia. Las oprimidas zonas asiáticas del Imperio eran coloniales y claramente “subdesarrolladas”.
Por todo ello en el Partido Obrero Social Demócrata Ruso las posiciones se dirimían alrededor del carácter de la revolución en Rusia; es decir que revolución era posible en el país de los Zares. Hubo una fracción, denominada Mencheviques, que postulaba una fase necesaria de revolución burguesa, para que recién allí fuere posible una trasformación con objetivos socialistas. Lenin- dirigente de la fracción bolchevique- planteaba que la revolución era posible en Rusia pese a sus aspectos económicos, sociales y políticos atípicos, de acuerdo a los cánones marxistas más arriba descriptos. Rusia, según los Bolcheviques y particularmente su calvo dirigente, debía transitar un proceso revolucionario que era esquematizado bajo la fórmula dictadura democrática de obreros y campesinos. Desde semejante enunciado se afirmaba las clases sociales mayoritarias, explotadas y oprimidas que pudieren resultar sujeto de la transformación; al tiempo que, por omisión, quedaba fuera de la alianza social revolucionaria la impotente burguesía rusa. Así las elaboraciones de Lenin (y Trotski) supieron hacer una creativa lectura de la realidad y no una copia de esquemas muertos. En palabras de José Carlos Mariátegui, “creación heroica y no copia”. Y de este modo Rusia abandonó el capitalismo durante 70 años, logro sortear la invasión y el bloqueo de diversos países, pudo repeler la invasión nazi y disputar contra E.E.U.U. la hegemonía mundial durante los complejos tiempos de la Guerra fría (1945-1991).
Digamos que la revolución rusa significó además un desgarramiento entre las dos tradiciones que conformaban el movimiento obrero y socialista. La nucleada en la segunda internacional (reformista) y el nuevo conglomerado mundial que paso a llamarse la Komintern (Internacional Comunista). La formación de está última significo que la ruptura aparecida con la primer guerra mundial se ahondó hasta volverse definitiva; no sin tétricos resultados para los trabajadores, como demuestra la caída de Alemania bajo el nazismo en 1933. Además, la revolución rusa no fue analizada por los núcleos de la tercera como resultado de una excepción histórica, sino como la norma exclusiva que debería transitar todo proceso transformador en el orbe entero y a la cual deberían amoldarse revoluciones y revolucionarios. A ello contribuyeron la conducción del Partido Comunista de la U.R.S.S. y ciertas elaboraciones de la tercera internacional, como las veintiún condiciones de ingreso, que presentaba el modelo bolchevique como camino exclusivo y excluyente y que cada sección debería impulsar en cada país. Pero sin dudas que resultó un acierto el reconocimiento de la cuestión colonial y nacional, plasmado en diversos documentos. Luego de Marx , el mundo periférico resultaba visible, auspiciosamente, en las elaboraciones teóricas y en la práctica política del movimiento comunista internacional transcurridas casi cuatro décadas de la muerte del filósofo de Treveris. Casi contemporáneamente, en diversos países de América Latina, nacían los debates que dieron por resultado la aparición de la corriente denominada izquierda nacional; que intentaba servirse del marxismo para alumbrar la comprensión de la realidad de nuestro continente y no que la propia realidad fuere constreñida a adecuarse a los cánones de un dogma fosilizado.
El epicentro revolucionario del siglo XX se desplaza hacia
el sur tercermundista
Además de Rusia, casi todos los países que hicieron en el siglo XX revoluciones eran formaciones económicas periféricas, no industriales, llamados luego de 1945 tercermundistas, coloniales o semicoloniales. Por fuera de cómo se presentaron discursivamente, se trató de luchas por crear estados nacionales que no podían ser tales por causa de la opresiva presencia imperialista.
Uno de los mejores ejemplos es China; que enlaza su revolución con la lucha contra la fragmentación feudal (los señores de la guerra) y la presencia imperialista en las grandes ciudades. Durante la segunda guerra la lucha se dirige contra la invasión japonesa, y en un largo proceso revolucionario se liquida la dependencia semicolonial respecto a Europa, Japón y Estados Unidos, logrando crear- a partir de la gran revolución de 1949- su primer estado realmente nacional durante los tiempos modernos. Hoy queda sólo el nombre de las intenciones comunistas del partido de Mao, pero China es una formación estatal que disputa en pie casi de igualdad con el resto de los principales país del orbe.
Otro caso es Yugoslavia, un país periférico de Europa, arrasado por los vendavales de expansionismos varios, y claramente “balcanizado” antes y después de la revolución dirigida por Josip Broz (Tito), que al igual que en la patria de Mao pudo lograr por primera vez en toda su historia un estado nacional digno de llamarse de este modo. A la muerte del líder y fundador, su construcción fue liquidada por la presión conjunta del imperio norteamericano y los europeos.
Vietnam hace su revolución, mientras lucha por echar a los invasores japoneses y a potencias coloniales o neocoloniales como Francia y Estados Unidos. La realidad social en la patria de Ho-Chi-Min en la actualidad no es muy distinta a China. Pero las negociaciones con el capital internacional se hacen desde la existencia de un estado nacional soberano.
En Cuba, existía un agregado a la constitución, la Enmienda Platt, que permitía a E.E.U.U. intervenir en la isla cada vez que quisiere y ello puesto en el propio texto constitucional. La revolución que se inicia con la intrépida y audaz expedición del Granma tiene un claro objetivo de independencia nacional y las grandes trasformaciones sociales son posteriores a la primitiva afirmación patriótica. Mas cerca en el tiempo, Nicaragua era parte del “Patio Trasero” en su definición más plena. E inclusive se le puede quitar la condición de patio de los E.E.U.U. En todos los casos que hemos balanceado sumariamente, la revolución fue centralmente un proceso de liberación nacional. Las transformaciones sociales que se dieron fueron en gran medida posteriores a la creación del referido estado independiente. Por otra parte se trató incluso de una política que completó o concretó la organización estatal de marras.
Las izquierdas vernáculas:
liberación nacional e incomprensión intelectual (y política)
En todas estas revoluciones con apariencia de “socialistas”, “marxistas”, “comunistas”, el proceso de cambio social fue acompañado de un proceso de “liberación nacional”, de ruptura de lazos coloniales o semicoloniales. Es que resultaba una precondición de cualquier iniciativa a favor del bienestar popular que se rompieren los lazos que ataban a cada país con el imperialismo. Fueron revoluciones “internacionalistas” (parte general del proceso de liberación de los pueblos). Y a la vez fueron revoluciones “nacionales”. Todas integraron ambos procesos, a su estilo, y en distinta medida. En nuestra opinión, resulta decisivo este segundo componente nacional o independentista.
La izquierda latinoamericana, en general, y la argentina, en particular- con escasas y honrosas excepciones como el peruano Mariátegui o el argentino Ugarte- adolecieron, y aún adolecen, de graves dificultades para comprender la marcha de las transformaciones sociales y la simple realidad empírica. Por ello, no podían advertir cómo en esas revoluciones socialistas lo “internacionalista” se fusionaba con aspectos de indudable contenido “nacionalista”, que eran parte de un proceso de liberación nacional. La causa fundamental era el rígido ideologismo padecido por los cenáculos izquierdistas; que los conducía a cuestionar a la impoluta realidad por el grave pecado cometido por ésta, consistente en no adecuarse a sus ensueños teóricos.
Las ideas socialistas y anarquistas llegaron a la Argentina con los inmigrantes europeos. Y, como los europeos tendían a concentrarse en algunas áreas muy definidas (Buenos Aires, Sur de Santa Fe con Rosario como eje) que se europeizaron profundamente, pudieron transplantar sus fuerzas políticas originadas en el ámbito europeo al nuevo continente no sólo sin realizar ninguna adaptación: también sin pensar en las nuevas condiciones en que desenvolverían su acción. De modo que para anarquistas y socialistas no había diferencias entre países imperialistas y periféricos a la hora de encarar la lucha por la transformación social. Su punto de partida implicaba desconocer el profundo carácter condicionante y distorsionante que el imperio tenía sobre nuestras sociedades.
El Partido Socialista, fundado en 1896 por Juan B. Justo y otros dirigentes, era una fuerza pensada para resultar similar y confluyente con los partidos análogos del mundo industrializado. Es decir, se creó bajo una concepción eurocentrista. Había no obstante diferencias muy sensibles: en Europa el socialismo ganó, en general, muy rápidamente al movimiento obrero. Aquí, el escaso desarrollo industrial contribuyo a que la inserción de la creación justista se focalizara en destacamentos de clases medias pobres y trabajadores calificados. El proletariado industrial era una minoría en el océano de los sectores populares de un país semicolonial.
Discursivamente el socialismo en la Argentina se paró en los arrabales de su casi contemporánea U.C.R.: cuestionaba la corrupción y no el modelo económico agroexportador; llegando a la “incomprensible” apología del libre cambio; en lugar de impulsar la defensa de la industria nacional por medio de medidas proteccionistas (que daría por resultado el incremento social de las fuerzas del movimiento obrero). En nuestra opinión existían dos causas para que resulte inteligible la extraña orientación. A saber:
a) La no comprensión (o si se prefiere radical incomprensión) de la cuestión nacional. De hecho, el P.S. fue un ala izquierda del imperio antes que una fuerza anclada en la comprensión de las necesidades, sufrimientos y la propia historia del pueblo argentino.
b) Por otra parte, el partido- al asumir las posiciones anti-protección industrial- refrendaba de hecho su interés e intención de representar centralmente a las capas medias consumidoras; más que a la totalidad del pueblo argentino.
Esta fuerza hacía aquí similares cuestionamientos a los que hacían sus partidos hermanos europeos, pero con un desdén extraño hacia nuestro país: llamaban despectivamente política “criolla” a lo propio de la nuestra sociedad. Quizás por esto mismo nunca pudieron ingresar a la Argentina profunda, criolla, latinoamericana, ni entender sus problemas; a sus habitantes los socialistas les resultaban “extranjeros”. Se autocolocaban además en un extraño sitio de superioridad moral. Conciente o inconcientemente participaban del modo oligárquico de relacionarse con el sustrato popular de nuestra sociedad; al cual negaban. Por ello no puede extrañar que el emerger del verdadero proletariado argentino- el 17 de octubre de 1945- fuera visto por el Partido Comunista codovilleano como la salida a la superficie de los lumpen, a los cuales dichos “comunistas” se proponían para reprimir.
La izquierda que había nacido en tiempos pre-peronistas asumió como propio todo el profuso aparato armado en lo cultural e ideológico por parte de la oligarquía terrateniente y su creación, el Estado liberal de la Organización Nacional. Digamos a modo de ejemplo que el historiador cuasi oficial hasta los años ’80 del Partido Comunista Argentino, Leonardo Paso, era tan mitrista que, a su lado, podría pasar hasta un columnista de La Nación como revisionista del ala ligada a la izquierda. Por otra parte, ni socialistas ni comunistas cuestionaron al Modelo Agro-exportador, ni lo denunciaron como mecanismo de dominación neocolonial. En dichas fuerzas aparecía de modo desvergonzado y ridículo las desviaciones que hemos referido líneas arriba, es decir, plantearle al pueblo un esquema extraño, exótico y extranjero de revolución, al cual era imperioso amoldarse. Por ejemplo, la petulancia del P.S. al analizar muestra sociedad viró muy rápidamente en complicidad con el golpe del ’30. O el P.C. llamando a desarrollar… soviets de obreros y campesinos… en la Argentina, consigna tan imbricada en la realidad como la esperanza de otra secta izquierdista varias décadas después en la llegada de extraterrestres para favorecer la revolución proletaria. Tampoco hubo críticas para con el Estado europeizante que renegaba de todo aquello que oliera a “criollo”, “nacional” o “latinoamericano”. Tomar como propio- sin atisbo ninguno de polémica crítica- el arsenal cultural de la oligarquía terrateniente significa la rotunda y radical incomprensión por parte de dichas fuerzas del problema nacional.
Socialistas y comunistas profesaban una admiración sin límites hacia figuras como Rivadavia y Sarmiento, íconos del liberalismo; los veían como “progresistas”, por su anticlericalismo, su laicismo, los aportes del sanjuanino a la educación y su oposición a los resabios “feudales”. Pero aquellos mentados (reales o imaginarios) ademanes progresistas no alcanzaban a ocultar el rol vasto e inestimable de los mencionados “próceres” en la construcción de un orden neocolonial, ni sus vinculaciones con los imperios; a los cuales tomaban acríticamente como modelos: Rivadavia a los piratas british, Sarmiento (profético) a los E.E.U.U.. Por ende no podían comprender que una Argentina atada al diseño de la división internacional del trabajo diseñada por los países centrales no podría desarrollar todas sus potencialidades. Es decir; el ABC de la cuestión nacional. Por ello, nunca entendieron que la Argentina, a diferencia de Inglaterra, Alemania, E.E.U.U. Italia o Francia, era un país periférico, neocolonial, donde cualquier lucha “social” debería ser paralela a un combate por la “liberación nacional” y por la integración de las dos Argentinas: la Argentina “europea”, tributaria y derivada de la ciudad puerto y del Estado liberal, escenografía monumental pero frágil, y el otro país profundo, con sus bases demográficas y culturales criollas y latinoamericanas, a las que Scalabrini Ortiz llamaría años después “el subsuelo de la patria (sublevada)”.
Por eso, cuando comenzaron a principios del siglo XX las discusiones acerca de la necesidad de aplicar un modelo proteccionista de la industria incipiente que había en el país económico, el socialismo se embanderó con el librecomercio en defensa de los “derechos de los consumidores”, sin entender que de lo que se hablaba era de medidas para lograr una mayor independencia económica, es decir, medidas “descolonizantes”. Es que una sociedad que depende de los suministros externos en bienes manufacturados se halla condicionada fuertemente por tal dependencia. Así, socialistas y comunistas se transformaron en el “ala izquierda” de esa Argentina europeísta y liberal, y fueron quedando cada vez más descolocados cuando esta gran estructura comenzó a desmoronarse y estalló luego de la gran crisis.
Lo ocurrido luego del famoso jueves negro en octubre de 1929 sólo podía resultar asombroso para observadores incautos. El aparatoso edificio de la Argentina liberal, europea y agroexportadora ya había entrado en crisis varios años antes del (primer) Centenario. Síntoma de tal crisis era la conflictividad social que obligó a la oligarquía a abandonar los devaneos reformistas y promulgar las leyes de Residencia y Orden Social. Represión por los “cosacos” de Ramón Falcón y Estado de Sitio fueron el rostro sin máscaras del estado liberal. Por otra parte, la U.C.R.- que significó la pinza política para debilitar al orden oligárquico y que accedió con Hipólito Yrigoyen a la presidencia por primera vez sin fraudes- demostró su incapacidad e inconsecuencia para conducir un proceso de liberación nacional. Durante las huelgas ocurridas durante la primer presidencia de Yrigoyen la represión superó en saña, violencia, masividad e ilegalidad a los terribles tiempos de Falcón.
Además, la Primera Guerra Mundial y en mucha mayor medida la crisis del ’30 estimularon cierto nivel de industrialización por sustitución de importaciones, proceso que se vio acompañado por un éxodo rural que hace entrar en contacto tangible y físico a las dos Argentinas: la Argentina “europea” de las áreas portuarias y la más latinoamericana del Interior. Pero el elemento que dio el golpe de gracia al orden oligárquico y su estado liberal y europeizante en gran medida provino desde el exterior, con los cambios que acompañaron al reemplazo de Inglaterra por Estados Unidos como poder dominante en el mundo. Es que la rubia Albión tenía una economía complementaria con la nuestra; mientras que la de E.E.U.U. competía por vender productos agropecuarios en el mercado mundial. Argentina se había especializado económicamente para ser “socio” de Inglaterra, para venderle carne, trigo, lana y cuero a cambio de sus bienes industriales, Cuando comienza el ascenso de Estados Unidos, nosotros no podemos redirigir nuestras exportaciones hacia el nuevo sol mundial, por la simple razón de que ellos eran productores de esos mismos bienes.
En esta Argentina surge el peronismo, emerge “el subsuelo de la patria sublevada”, como diría Raúl Scalabrini Ortiz, como si de una erupción volcánica se tratase. Es un movimiento que une todo aquello dejado afuera, ocultado, invisibilizado, por la “Organización Nacional”. Y levanta banderas de liberación nacional, que van, desde la integración de esas dos Argentinas que habían marchado paralelas, hasta el rechazo al vínculo neocolonial con Inglaterra y la resistencia a establecer un nuevo vínculo colonial con los Estados Unidos.
El lema “justicia social, independencia económica, soberanía política” hace clara referencia a estas cuestiones, a esta lucha por la liberación nacional y por definir una “Nueva Argentina”, alejada de aquella escenografía europeísta.
Y si bien el peronismo tenía contradicciones ideológicas muy fuertes (y las tiene hoy, y probablemente las seguirá teniendo) los partidos de izquierda se quedaron en el análisis de ese perfil ideológico y no lograron entender el carácter de “movimiento de liberación” que el peronismo asumía. Así, rechazaron al peronismo, lo acusaron de nazi-fascismo (otra vez, aplicar categorías extrañas, elaboradas en otras latitudes que no podían ni rozar la comprensión del nuevo movimiento). En su ensoñación de conducir a un proletariado cuasi virtual se pusieron en la vereda de enfrente de la clase obrera real y junto a los enemigos del pueblo y de la nación. Confundiendo la Argentina de 1945 con la Europa ocupada y arrasa por el hitlerismo, declararon que las masas obreras del 17 de Octubre eran multitudes de facinerosos y desclasados, y cerraron filas con las demás fuerzas de la Argentina europeísta: socialistas, comunistas, radicales, demoprogresistas y conservadores, clases medias y oligarcas; todos unidos en la Unión Democrática, a la que apoyaban el Partido Comunista (es decir, la URSS) y la gran conductora del aquelarre: la embajada de los Estados Unidos que buscaba sentar las bases del dominio norteamericano sobre el país. Durante los dos primeros mandatos de Perón, el nuevo movimiento realizó diversas síntesis en lo ideológico. Primero, en su conformación interna mezclando distintos orígenes políticos para dar lugar a una nueva identidad. Y también de los debates que nosotros glosábamos líneas arriba: en nuestra opinión carece de significatividad la polémica reforma-revolución. Las realizaciones de los dos primeros períodos del fundador- incuestionablemente favorables al pueblo- serían analizadas como procesos reformistas por una mirada marxista libresca. Pero si se analiza la situación de la economía nacional, los beneficios para los trabajadores, la capacidad de intervención estatal y la autonomía de la nación toda contra el orden capitalista mundial ¿Caben dudas que se trató de una revolución (nacional y popular)?
El peronismo, por supuesto, no está exento de sus coloridas y trágicas contradicciones: cuando olvida su rol de movimiento de liberación nacional (durante la nefasta década de los ’90) se transforma apenas en una fuerza de centro-derecha con rasgos populistas, una suerte de conservadurismo de masas. Pero son esas etapas las que permiten a los progresistas blandos, alardear de rumbos avanzados que sólo son posibles discursivamente cuando el gran barco justicialista orilla fuertemente a estribor. Los tiempos actuales son largamente elocuentes acerca de ciertas fuerzas, comunicadores, intelectuales y otras personalidades que cuando el Kirchnerismo coloco al peronismo a la izquierda, quedaron irremediablemente soldados a su derecha, y mostraron su verdadero rostro. Sólo cuando el movimiento creado por el coronel sonriente y la siempre joven Eva recupera la memoria y pone en primer lugar la justicia social, la independencia económica y la soberanía política, se convierte en la columna vertebral de la larga marcha de la patria hacia su liberación. Entonces se da la mano con otras fuerzas, claramente de izquierda y se convierte en el único progresismo posible y existente. Lo mismo que decíamos poco antes puede afirmarse de los tiempos K: se trata de un gobierno reformista, dirían con más o menos petulancia los cultores del marxismo libresco. Pero cerremos los ojos y evoquemos la Argentina durante los ’90 y hasta el 2003. ¿No es revolucionario que nuestro país integre la vanguardia de los gobiernos que batallan por la segunda independencia continental, que los organismos de derechos humanos tengan la recepción que logran en el actual gobierno, que los trabajadores hayan revertido el sometimiento patronal impuesto por el neoliberalismo, por citar sólo algunas cuestiones destacables? De modo que dejemos para revolucionarios de papel la disquisición acerca de si reforma o si revolución y vamos a sumergirnos de lleno en la militancia para que la consigna nunca menos se transforme de hecho en siempre más (a favor del pueblo y de la patria).
Este otro peronismo, seguramente el más genuino, el peronismo corrosivo, el peronismo disruptor, el que se remonta a Eva, al 17 de octubre (y que integra en síntesis de hecho las luchas obreras previas) que se nutre de la experiencia de la Resistencia, el de Cooke y el Perón de discurso tercermundista, el de La Tendencia y el camporismo, el del Grupo de los 8, el Frente Grande y el MTA, conduce claramente al kirchnerismo: la etapa superior del peronismo.
Gran parte de la izquierda tradicional ha realizado la autocrítica de sus errores en el ’45 (dos fracciones del P.C., algunos destacamentos del P.S). Otras, por el contrario, han tenido demasiadas dificultades para diagnosticar la realidad, no pueden comprender donde se hallan los enemigos históricos de la nación y del pueblo y mucho menos vincular los cambios sociales con el proceso de liberación nacional.
Por sus inocultables virtudes y pese a sus evidentes defectos el peronismo, se ha transformado en el eje inevitable de cualquier proceso de cambio social en la Argentina. Lo fue. Lo es. Y, posiblemente, lo seguirá siendo por mucho tiempo.