* Cuando Morales Solá no tenía miedo *
envío de: Nelida Esther Turlione
Fecha: Lun, 6 de Dic, 2010 10:56 am
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El jueves se cumplieron 35 años de la voladura de la casa de la familia Lea Place por una patota integrada por militares y policías.* || El general Acdel Vilas, en ropa de fajina, es saludado por un oficial del Ejército en la zona rural tucumana en pleno Operativo Independencia. A la derecha, con campera, vaqueros y el pelo largo, Joaquín Morales Solá, por entonces periodista de La Gaceta de Tucumán y corresponsal de Clarín en la provincia del norte del país. La fotografía que encabeza la portada de la edición de hoy de Miradas al Sur es un documento inédito. Esta imagen nítida fue tomada a fines de 1975, en pleno desarrollo de la eliminación física de la militancia popular tucumana a manos del general Acdel Vilas, el jefe del Operativo Independencia y defensor confeso de la tortura y el exterminio físico de quienes consideraba sus enemigos.
Vilas puso especial énfasis en la persecución de maestros, profesores, psicólogos y cualquiera que pudiera ser un ideólogo.
Por entonces, Joaquín Morales Solá trabajaba en La Gaceta de Tucumán y era corresponsal de Clarín en esa provincia. Se publicaron varias informaciones que daban cuenta de la estrecha relación del actual columnista estrella de La Nación con el represor Vilas y con quien lo sucedió en sus genocidas tareas, Antonio Domingo Bussi. Sin embargo, nunca pudo verse, como ahora y por primera vez, a Morales Solá de paisano, con una comitiva de militares con uniforme y casco de combate en pleno operativo. Esta foto, que fue guardada celosamente durante años por quien la registró, habría sido tomada en el lugar más escabroso del exterminio en Tucumán. En efecto, según dos fuentes calificadas, el edificio al cual va a ingresar la comitiva es la tenebrosa Escuelita de Famaillá, el principal centro de exterminio por entonces. Una tercera fuente calificada también consultada por Miradas al Sur, considera, en cambio, que se trata de otro lugar de torturas y eliminación de detenidos, ubicado en las instalaciones del Ingenio Santa Lucía. Quedará en manos de la Justicia Federal tucumana definir el lugar y tratar de averiguar las circunstancias que llevaron a Morales Solá a acompañar al carnicero Vilas a un operativo. El trabajo de los periodistas es buscar aquellos documentos que contribuyan a echar luz sobre lo actuado por personas e instituciones. También el de consultar fuentes confiables para orientar el esclarecimiento de la verdad. Lo que no puede ni debe hacer el periodismo es intentar reemplazar las actuaciones periciales que sí puede la Justicia.
Dicho esto, es preciso encuadrar lo que se vivía 35 años atrás en el llamado Jardín de la República. En su informe final, la Conadep puntualiza: “A la provincia de Tucumán le cupo el siniestro privilegio de haber inaugurado la ‘institución’ Centro Clandestino de Detención, como una de las herramientas fundamentales del sistema de represión montado en la Argentina. La ‘Escuelita’ de Famaillá fue el primero de estos lugares de tormento y exterminio…”. Una escuela en construcción fue el lugar elegido por el primer jefe de la Operación Independencia, Acdel Edgardo Vilas, para instalar el campo de concentración por el que pasaron –entre febrero y diciembre de 1975- más de 1.500 personas.
La mayoría fueron asesinados, todos bárbaramente torturados.
La escuela está a unas cuatro cuadras de la plaza principal de Famaillá, en el camino que une a esa población con el ingenio Fronterita. Ahora se llama Diego de Rojas y a ella concurren cientos de alumnos de primaria. En 1975 la escuela era apenas una obra en construcción. Solo existían una galería, un patio y cinco aulas. Todo estaba cercado por una alambrada y la galería y las aulas no eran visibles desde el exterior porque estaban tapadas por lonas y plásticos, a la manera de cortinas.
En dos aulas los militares mantenían en las peores condiciones a grupos que oscilaban entre 20 y 40 prisioneros. Otra aula era utilizada para descanso de las guardias, la cuarta estaba destinada a tareas administrativas y para fotografiar a los secuestrados. La quinta aula era el lugar de los tormentos.
En noviembre de 1975 La Escuelita y otros centros clandestinos de detención ya habían sido visitados por funcionarios civiles y militares de la Nación y de la Provincia, por legisladores.
Algunos sobrevivientes señalaron que fueron varios obispos y sacerdotes. Sería muy útil saber si Joaquín Morales Solá estuvo en ese lugar de exterminio y, si es así, en carácter de qué fue. Cualquiera que recorra una hemeroteca y se detenga en las ediciones de La Gaceta y de Clarín Nunca Más y que luego encontró muchos más testimonios en los juicios que actualmente se sustancian en Tucumán.
Los militares, en 1975, ejercían un férreo control sobre lo que se publicaba en relación al Operativo Independencia. Por ejemplo, hicieron echar al corresponsal de Télam en la provincia y pusieron en su reemplazo a dos hombres de Inteligencia del Ejército, comandados por uno de los fundadores de Fasta, la organización del cura dominico filo nazi Aníbal Fósbery. En ese momento, los artículos de Morales Solá, tal como puede constatarse ahora, eran una caja de resonancia de la acción psicológica de los militares. Un artículo publicado en Clarín el 12 de noviembre –que lleva la firma del corresponsal Morales Solá- es elocuente.
Se valió de la vieja metáfora de la parición, del alumbramiento, de la vida para explicar lo que era, en realidad, la matanza que llevaban a cabo las hordas de Vilas: “Han pasado ya 36 semanas, el tiempo de una gestación”. Se trataba de “el primer síntoma de que las Fuerzas Armadas adoptaban una posición ofensiva frente a la intolerancia ideológica”. También expresó su apoyo incondicional: “Ha cambiado, sin duda, la imagen revoltosa, rebelde y disconforme que Tucumán supo formarse a través de largos años”. Más adelante agrega: “La presencia militar ha aquietado las aguas siempre turbulentas y, como barridas por un fuerte viento, han desaparecido huelgas, manifestaciones y disturbios”. El informe de la Comisión Bicameral que investigó las violaciones de los derechos humanos en Tucumán dedicó un párrafo muy elocuente a esa desaparición de huelgas, manifestaciones y disturbios a los que se refiere Morales Solá, al señalar que se montó “un vasto aparato represivo, que orienta su verdadero accionar a arrasar con las dirigencias sindicales, políticas y estudiantiles”. La Comisión Bicameral concluyó, en su informe, que “nueve de cada 10 personas, fueron secuestradas en sus domicilios, lugares de trabajo o en la vía pública” y que “en la mayoría de los casos, estas acciones se desarrollaron en horas de la noche”.
Como muestra la foto que da soporte a este artículo, Morales Solá fue tomado in fraganti con los militares en por lo menos un operativo. Alguien consideró que ya era hora de que tanto cinismo sea confrontado con documentos gráficos incontrastables.
En aquel Tucumán desangrado día a día, con centenares de destacados dirigentes políticos, gremiales y estudiantiles secuestrados y desaparecidos, donde noche a noche las bandas de Vilas y el comisario Roberto -el Tuerto- Albornoz -recientemente condenado a prisión perpetua- colocaban explosivos y hacían volar por los aires locales partidarios, casas de familias y sedes de la Universidad, Morales Solá no tenía miedo.
Hasta ahora, Morales Solá eludió hablar de su vida en esos años. Las pocas veces que hizo referencias, quedó en evidencia que no está dispuesto a decir la verdad. En una polémica con el periodista Hernán López Echagüe dijo que en 1976 ya no estaba en Tucumán, por lo cual mal se lo podía acusar de cercanía con Antonio Domingo Bussi. El sitio Diarios sobre Diarios probó, con fotografías, que no era verdad lo que decía. Es más, él mismo escribió, en una nota en el diario El País de Madrid, que había asistido a la asunción de Bussi la noche del 24 de marzo de 1976. También dijo, en esa nota en el diario español, que había huido de Tucumán por haber sido amenazado por la Triple A.
Los dirigentes de la Asociación de Prensa tucumana de aquellos tiempos, que sufrieron persecución y atentados terroristas, lo desmintieron. Ellos llevaban un registro diario de las amenazas y agresiones y aseguraron que Morales Solá nunca fue molestado.
En realidad, su viaje a Buenos Aires fue una combinación que conjugó las necesidades de flamantes autoridades periodísticas de Claríny la recomendación de un importante general, mano derecha de Videla. Se trataba de José Rogelio Villarreal, quien estuvo al frente de la Quinta Brigada del Ejército en la última fase del Operativo Independencia y que luego saltó a jefe de Operaciones del Estado Mayor General por pedido expreso de Jorge Videla, que lo necesitaba a su lado en el momento de consumar el golpe de marzo de 1976.
Se trataba de José Rogelio Villarreal, quien estuvo al frente de la Quinta Brigada del Ejército en la última fase del Operativo Independencia y que luego saltó a jefe de Operaciones del Estado Mayor General por pedido expreso de Jorge Videla, que lo necesitaba a su lado en el momento de consumar el golpe de marzo de 1976. Villarreal jugó un papel muy importante en la política de integración de los grupos empresariales de medios y los jerarcas militares, tal como lo prueban los documentos que hoy están en sede judicial y que surgen de la comisión Papel Prensa – La verdad.
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A 35 años de una masacre impune
Año 3. Edición número 133. Domingo 5 de diciembre de 2010
Por Marcos Taire, periodista
politica@miradasalsur.com
Tucumán, diciembre de 1975. Tres meses antes del golpe, el general Acdel Vilas desató una serie de atentados con explosivos
La primera semana de diciembre de 1975 regó de sangre las calles de San Miguel de Tucumán. Un automóvil volado por los aires con siete personas en su interior, media docena de atentados explosivos en domicilios particulares, el asesinato del padre de una de las víctimas de la masacre de Trelew, fueron algunas de las acciones protagonizadas por las fuerzas de tareas del general Vilas, comandante del Operativo Independencia. Sin embargo, las autoridades militares intentaron confundir a la ciudadanía adjudicando los hechos al “extremismo”. Contaron para ello, como siempre, con la complicidad del periodismo. En ese marco se destacó un joven Joaquín Morales Solá. El 1º de diciembre de 1975, en la esquina de San Lorenzo y Ayacucho de la capital tucumana, un automóvil voló por los aires. En las paredes de casas de familias y locales comerciales quedaron pegados los restos de siete personas que se encontraban en el interior del coche. Nunca se supo si esos seres humanos estaban vivos o muertos en el momento del estallido. Restos de los cuerpos se diseminaron en las calles y veredas. A pocos metros vivían los padres del capitán Humberto Viola, quien exactamente un año antes había sido ejecutado en el mismo lugar por un comando del ERP. En esa oportunidad había muerto también una pequeña hija del militar. Viola estaba acusado de haber integrado la primera patota de secuestradores, torturadores y asesinos que sembraron el terror en Tucumán desde mediados de 1974.
Este hecho macabro era la manera elegida por los camaradas del capitán Viola en el Destacamento 142 de Inteligencia para conmemorar el aniversario de su muerte.
Un día después, la banda que funcionaba en la Jefatura de Policía con la supervisión de los militares se lanzó a un raid criminal nocturno que completó el clima de terror: volaron media docena de domicilios particulares y las sedes del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos y la Federación de Entidades Profesionales de Tucumán (Feput). Una de las casas dinamitadas era la de los Lea Place; ahí estaba Arturo Lea Place, padre de Clarisa, asesinada en Trelew el 22 de agosto de 1972, y de Luis, en ese momento preso en la cárcel de Rawson. Después de explotar una poderosa carga de trotil que destruyó completamente la vivienda, Lea Place, que había salido ileso de entre los escombros, fue acribillado a balazos. En esa casa había sido velada Clarisa y desde allí una multitud había acompañado el cortejo fúnebre en agosto de 1972. El Instituto Movilizador era acusado de pertenecer al Partido Comunista y la Feput había criticado públicamente los secuestros y detenciones arbitrarias de varios de sus afiliados y el 15 de septiembre de 1975 había realizado un paro de actividades para repudiar la represión de las hordas comandadas por Vilas. Esa fecha, 15 de setiembre, fue instituida años más tarde por los profesionales universitarios de todo el país para celebrar su día.
La conmoción provocada por esta masacre dejaba al descubierto el trabajo criminal de las fuerzas del Operativo Independencia. Nadie podía creer que en pleno centro de la capital tucumana, saturada de militares, policías y gendarmes, algún grupo guerrillero pudiera operar con tamaña impunidad. El Ejército apeló entonces a la acción psicológica. Emitió comunicados y usó al periodismo para convalidar su versión de los hechos.
El comando de la V Brigada, cuyo titular era el jefe de los grupos de tareas ejecutores de la masacre, dijo que: “Ante la proliferación de atentados cuyos autores se escudan cobardemente en el anonimato y que atentan contra la seguridad y la tranquilidad a que tienen derecho todos los habitantes de esta provincia, el comando de la Quinta Brigada de Infantería condena el vil proceder de los enemigos de la patria que con su actitud tratan de interferir en el cumplimiento de la misión que les ha sido impuesta a los efectivos militares y de seguridad”.
Aparentemente ese comunicado le fue impuesto a Vilas desde Buenos Aires por la cúpula militar que, no conforme con su texto, emitió otro pocas horas después de conocido el primero: “El Comando General del Ejército hace saber a toda la población su más enérgico repudio por los incalificables hechos de violencia ocurridos en las últimas 48 horas en San Miguel de Tucumán, en circunstancias en que la fuerza, por disposición del superior gobierno de la Nación, se halla empeñada abiertamente contra la subversión en el país para garantizar la seguridad y tranquilidad de todos sus habitantes”. La diferencia entre uno y otro comunicado es notoria y refleja las diferencias entre los mandos militares. El comunicado de Videla (por entonces jefe del Ejército y preparando el golpe que derribaría a la presidenta María Estela Martínez de Perón) no acusa a la guerrilla y expresa su “enérgico repudio”, en tanto el comunicado de Vilas dice que la masacre fue obra de “autores (que) se escudan cobardemente en el anonimato”.
El periodismo nacional y provincial se puso a las órdenes de los hombres de la inteligencia militar, encargados de la acción psicológica. Para el diario La Prensa, se trató de “nuevos atentados terroristas” y “tanto las autoridades militares como de otras fuerzas de seguridad, se hallan intensamente empeñadas en localizar a los grupos autores de los atentados”. En ese tono se expresaron también los otros diarios. Significativamente, La Opinión fue el único que se aproximó a la realidad: “Asesinos de extrema derecha provocaron ayer una nueva masacre en Tucumán”; sin embargo, el final de la crónica fue lamentable: “Mientras tanto, la lucha contra la subversión continúa desarrollándose con éxito en todo el territorio a través de las operaciones del Ejército, apoyadas moral y materialmente por las otras fuerzas armadas y de seguridad”.
En Tucumán, donde el diario La Gaceta se instituyó como el canal más eficaz para la acción psicológica de los militares, el periodismo hasta se dio el lujo de comentar políticamente los sangrientos episodios.
Joaquín Morales Solá, en un comentario firmado por él el 3 de diciembre de 1975, anticipa la posibilidad de que la provincia sea declarada “zona de emergencia militar”, que era lo que aparentemente buscaban las hordas de Vilas con los atentados. Es también significativo que, al referirse a la voladura del automóvil con siete personas en su interior, diga que fue “un inexplicable cuadro de horror”, que “esparció siete cadáveres en el lugar donde hace un año murieron, víctimas también del terrorismo, el capitán Humberto Viola y su hija”.
Morales Solá no se priva tampoco de consignar, como siempre, una versión: “En la esfera militar, al parecer, emergen las actitudes más críticas a la gestión del gobierno local” y “algunos deslizaron, inclusive, la versión de que dentro de la administración pública hay agentes de la sedición”.
Poco más de tres meses después se produjo el golpe de Estado. Ese día decenas de funcionarios de la administración pública señalados por la nota de Morales Solá fueron secuestrados y torturados y muchos de ellos desaparecidos.
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Cita en el Florida Garden
Año 3. Edición número 133. Domingo 5 de diciembre de 2010
Por Marcos Taire, periodista
Ricardo Kirschbaum (foto) contactó a Marcos Taire con Joaquín Morales Solá.
Le pidió trabajo a Joaquín Morales Solá, éste lo citó en el Florida Garden pero no fue. En su lugar llegó una patota.
Llegamos a Buenos Aires a fines del caluroso enero de 1977. Gracias a la solidaridad de los maestros bonaerenses, nos alojamos en un hotel del Suteba que estaba ubicado en la esquina de avenida Caseros y Bolívar. Había conocido a esa gente por mi amistad con Isauro Arancibia, el más grande dirigente de los maestros tucumanos y uno de los mayores gremialistas de Tucumán, que había sido asesinado el 24 de marzo de 1976, a minutos de lanzado el golpe de Estado.
El hotel era una vieja casona que, según decían, había sido la residencia de la familia Canale, los de las galletitas. De su esplendor quedaban muy pocos vestigios. Era, entonces, un caserón en mal estado, con sólo un baño en cada piso, que debíamos compartir todos los pasajeros. Para nosotros, con un hijo de apenas un año, se nos hacía difícil vivir allí, pero no teníamos recursos para otra cosa. En un viejo calentador Bram Metal mi mujer se las ingeniaba para cocinar, apuntando hacia la ventana que daba a la calle Bolívar, a espaldas de los administradores, porque eso estaba prohibido. Lo hacíamos, sin embargo, a pesar de la culpa que sentíamos.
Desde el primer día encaré la tarea de buscar trabajo. No tenía casi contactos en la gran ciudad. Sin embargo, había tucumanos que tenían cargos importantes en el diario Clarín y hacía allí fui.
Me presenté en portería y pregunté por el Colorado Ricardo Kirschbaum, quien me recibió en la redacción. Mi impresión fue que no le causó gracia que yo me apareciera por allí, pero de todas maneras me alegró que me atendiera. Le expliqué mi difícil situación y se atajó diciéndome que no tenía posibilidades de conseguirme un puesto en la redacción. Le aclaré que no pretendía un laburo como periodista y que estaba dispuesto a cualquier cosa, hasta limpiar los baños si fuera necesario, con tal de tener un salario para mantener a mi familia. Me reiteró que él no podía hacer nada. De todas maneras, le pregunté si me hacía el favor de gestionarme una entrevista con Joaquín Morales Solá, que era la segunda autoridad de la redacción. Se levantó, fue hasta una puerta que estaba al fondo, a la izquierda de la redacción y entró. Demoró poco, apenas un par de minutos y regresó con un papel que me entregó, diciéndome que era el teléfono particular de Morales Solá, que lo llamara al día siguiente antes del mediodía. Y me fui.
En el hotel mi mujer no se sorprendió que el Colorado me hubiera echado flit, como decíamos en esa época. Y fue pesimista respecto de la llamada que haría a Morales Solá. A pesar de no tener muchas esperanzas, al día siguiente, poco antes del mediodía lo llamé. Me saludó con frialdad, pero me citó para una reunión esa misma tarde, a las cinco, en el bar Florida Garden. Tuve que preguntarle dónde era, porque ni lo había escuchado nombrar. Florida y Paraguay, me dijo.
Cuando llegó el momento me bañé, me puse el único traje que tenía, una linda camisa celeste que había comprado en Casa Muñoz y una corbata que hacía juego. Estuve sentado en una mesa del Florida Garden durante más de una hora. El lugar me pareció extraño. Había una fauna muy rara y, por vicios de militancia, deduje que había servis a granel. Pero esperé y a cada rato me tranquilizaba a mí mismo relativizando la demora que finalmente fue faltazo. Pagué el café que consumí y me fui.
Esa noche casi no dormí. Tenía bronca e impotencia. Las imágenes se sucedían acentuando el sabor amargo, la humillación del hombre al que no le gusta pedir, que debe pasar inadvertido y necesita desesperadamente trabajar, en lo que sea, para mantener a su familia. Qué tiempos duros, por favor… Pero había que seguir.
A media mañana salí a buscar un teléfono y desde un bar que estaba sobre Caseros, casi llegando al Museo Histórico Nacional, llamé a Morales Solá. Se mostró sorprendido al principio, pero después justificó su ausencia por una reunión en no sé qué ministerio que se había prolongado más de lo previsto. Volvió a citarme a la misma hora en el mismo lugar.
Apenas le conté a mi mujer lo charlado con Morales Solá, me disparó sin dudar: “no vayás, ese te va a entregar”. Discutimos, pero le demostré que no tenía fundamentos para semejante sospecha. Esa tarde llegué a la esquina de Florida y Paraguay un par de minutos antes de las cinco. Eché un vistazo al interior del bar, comprobé que el hombre no había llegado y salí a la calle. Caminé unos metros por Florida y me quedé bajo un portal desde el que podía ver la entrada y salida de los parroquianos del Florida Garden. Me reprochaba a cada instante que la advertencia de mi mujer hubiera impactado tanto como para hacerme dudar e impedido quedarme sentado en una mesa y tomado un café. Así fueron pasando los minutos y a las cinco y media de la tarde de ese caluroso febrero de 1977 ocurrió algo que por años quedó grabado en mi memoria. Varios autos particulares, todos Ford Falcon, llegaron a la esquina y de ellos bajaron una decena de personajes muy típicos del momento. Estaban de civil pero todos sabíamos que eran policías, como diría años después Rubén Blades en su inolvidable Pedro Navaja. Efectivamente, entraron al Florida Garden. Algunos ocuparon lugares estratégicos, mientras otros recorrían las mesas pidiendo documentos de identidad a los presentes. Todo no duró más de cinco o diez minutos. Como llegaron, salieron, subieron a sus autos y se fueron. Después de ellos yo también me fui. Desde ese día siempre le dije a mi mujer que le debía la vida por su advertencia.
Unos días después conseguí trabajo, gracias a la solidaridad de un par de amigos maravillosos, Pancho Martini y Mario Monteverde. Entré a trabajar en la madrugada de Radio Rivadavia y desde allí hice una carrera sencilla pero satisfactoria. Trabajé en media docena de medios de Buenos Aires y me fue bien, regular y mal, como son las cosas de la vida. Tuve actuación pública, milité en el gremio de prensa y cuando llegó la democracia en 1983 fui designado director de Radio Excelsior.
En los años que llevo vividos en Buenos Aires, nunca me llamó Morales Solá para pedirme disculpas, ni para justificar porqué no llegó a esa cita.
Fuente: Miradas al Sur