Una ausencia de libertad cómoda, suave, razonable y democrática, señal del progreso técnico, prevalece en la civilización industrial avanzada.
Herbert Marcuse (Berlín, 19 de julio de 1898 – Starnberg, Alemania, 29 de julio de 1979)
Autor: Alejandro Piscitelli
Ya ni me acuerdo de si cursé o no el seminario que Eggers dictó sobre el tema-aunque supongo que sí- . Pero de lo que sí me acuerdo es de que me zambullí inmediatamente en el texto elegido por ese sagaz docente para entender a un pensador complejo y multifronte. Se trataba del clásico El hombre multidimensional. En esa Argentina convulsionada leer a Marcuse y a Althusser -nombres que confundí en un principio pero que mi posterior estancia en París al año siguiente disociaría para siempre- implicaba un compromiso con nuevas distinciones y una separación para siempre del espacio de la filosofía como contemplación al de la acción (aunque esta fuera estrictamente conceptual, la famosa práctica teórica de Althusser).
Marcuse nació en 1898 en Berlín. Sirvió en el ejército alemán en la Primera Guerra Mundial. Estudió en la Universidad de Friburgo, donde se doctoró en Literatura en 1922. Seis años más tarde volvió a la Universidad para estudiar Filosofía con Martin Heidegger, que dirigió su tesis sobre Hegel. En 1933 se trasladó a Francfort, para trabajar en el Institut Sozialforschung, identificándose con los proyectos interdisciplinares del instituto, con el desarrollo de la teoría crítica, cerca de figuras como Horkheimer y Adorno.
En 1934, su condición radical y el origen familiar judío lo llevaron a huir del nazismo y a exiliarse en los Estados Unidos, donde se reencontraron los pensadores del Institut, dando vida en la Universidad de Columbia a la Escuela de Frankfurt. Allí, durante una década, trabajó en la divulgación del pensamiento dialéctico en los Estados Unidos, con una significativa influencia en el espacio académico.
En 1941 se integró en los servicios secretos del Departamento de Estado norteamericano, guiado por su compromiso político contra los fascismos europeos. Después de la Segunda Guerra Mundial trabajó en el Instituto de Investigaciones sobre Rusia, de la Universidad de Harvard. Regresó a la producción intelectual con la edición de Eros y Civilización (1955) y Marxismo Soviético (1958).
Dejó la Universidad de Harvard, por discrepancias de la dirección con sus trabajos, y, en 1958, comenzó a impartir docencia en la Brandeis University, que también abandonó, en 1964, tras la publicación de El hombre unidimensional. Ingresó entonces en la californiana Universidad de Berkeley, que pasaba por ser la más liberal de los Estados Unidos. Allí se convirtió en el referente ideológico de los movimientos estudiantiles.
En los últimos tiempos de su vida regresó a Alemania, donde falleció en Stamberg en 1979.
Menos biografía y más acción... intelectual
Esta biografía canónica dice poco y nada de sus aportes y de su influencia, que alcanzó su pico a fines de los 60 y a principios de los 70, cuando se lo consideró uno de los padres de la Nueva Izquierda, para después ser sepultado en el olvido en las décadas tan poco pretenciosas de los 80 y los 90.
Si bien su obra se escande en 3 o 4 libros fundamentales (los tres mencionados anteriormente así como Razón y Revolución de 1941) extraídos del fragor histórico de la lucha estudiantil y de los tremendos avatares que agitaron a Europa desde la Primera Guerra Mundial hasta el fin de la guerra fría, uno de sus aportes mas valiosos fue su teoría de la sociedad unidimensional, su crítica del capitalismo contemporáneo y sus propuestas de liberación de la sociedad opulenta.
Pero si bien el Marcuse político es inescindible del ideológico, del sociológico y del político, hay algunas pepitas de oro encerradas en sus escritos y propuestas que han sobrevivido al paso corrosivo del tiempo y que le guardan un lugar indeleble entre los grandes teóricos del siglo XX.
No nos olvidemos de que Marcuse recibió un doctorado en literatura en 1922, que vivió de librero un tiempo y que en 1928 volvió a la mítica Friburgo para estudiar con Marton Heidegger, probablemente el pensador más profundo -y controversial- del siglo XX.
Ya en esa época tan temprana Marcuse intentó hacer una síntesis entre la fenomenología, el existencialismo y el marxismo, ganándole de mano por una o dos décadas a Jean-Paul Sartre y a Maurice Merleau-Ponty.
Marcuse fue siempre un crítico durísimo de la osificación del marxismo y abogó por una recuperación de la experiencia fenomenológica con vistas a revivificar la teoría crítica. Para Marcuse el marxismo conservador negaba la existencia del individuo y sobre todo su posibilidad de acceder a la felicidad
Mostrando su lucidez mientras aclamaba el rigor y la brillantez intelectual de su patrón, Marcuse estaba desconsolado por la afiliación política filonazista de Heidegger (décadas antes de que Victor Farias comercializara ese pasado horrible) y por ello en 1933, después de terminar su disertación de habilitación con el difícil texto -lo sabemos porque nos tragamos párrafo por párrafo en aquellas jornadas de los 60- de la Ontología de Hegel y la Teoría de la Historicidad se fue de Friburgo en 1933 para afiliarse al mítico Instituto de Frankfurt (del cual todavía muchos intelectuales argentinos son viudos convencidos).
Marcuse hizo para el mundo alemán lo que Alexander Kojeve y Jean Hyppolite harían para el francés una década más tarde. A saber, recuperar la importancia de la ontología de la vida y de la historia para el mundo teutón. Además, Marcuse fue el primero en hacer en 1933 un análisis crítico de los recientemente publicados Manuscritos Económico Filosóficos de Marx de 1844, abriendo un debate que duraría décadas acerca de cuál fue el verdadero Marx, si el ideológico de los años de juventud o el científico de después de la crítica de la economía política de 1859 -como quiso Althusser durante décadas.
Ya afincado en USA, en su primera obra importante Razón y Revolución hizo una detallada genealogía de las ideas de Hegel, Marx y de la teoría social moderna. Allí planteaba similaridades profundas entre el pensamiento de Hegel y el de Marx y abrió el mundo anglosajón al conocimiento de la tradición dialéctica hegeliano-marxista.
Al igual como lo hiciera Gregory Bateson, Herbert Marcuse trabajó para la inteligencia norteamericana durante bastante tiempo, motivado según él mismo por la necesidad de darle lucha sin cuartel al nazifascismo en todos los frentes.
Ni Marx ni Freud. Hacia una filosofia hedonista
A mediados de los años 50 cambiaría sutilmente de discurso y enfoque y enEros y Civilización -(que el año que viene cumple 50 años pero que está tan fresco como cuando Marcuse lo publicó originalmente) planteó una fantástica y audaz síntesis entre Marx y Freud (en una vena bastante distinta de la deWilhelm Reich) marcando los horizontes de lo que podría ser una sociedad no represiva.
A contrapelo de las tesis ortodoxas de Freud de que la civilización obliga a sublimar para crear, Marcuse insistió en la existencia de un atajo que posibilitaría hacer coincidir a las tendencias instintivas con la felicidad y la libertad, tal como se comprueba -según él- en las ensoñaciones diurnas, las obras de arte, la filosofía y otros productos culturales (seguro que nuestro amigo Rozitchner coincide con esta visión).
Marcuse propuso la construcción de una civilización no represiva donde sería posible desplegar trabajo libidinal y no alienado, juego, sexualidad libre y abierta y un tipo de cultura filo-jovial y emancipatoria de plena consumación de los deseos.
Las propuestas de Marcuse, que sonaban rápidamente a anarquismo y hedonismo, a libertarismo y al todo vale, recibieron cerradas críticas de la derecha y también del centro, como fue el caso de Erich Fromm, previamente zarandeado por Marcuse como hiperconformista.
En 1958, Marcuse se fue con tenure a la Universidad de Brandeis y se convirtió en uno de los profesores estrella de esa facultad de elite. Al poco tiempo publicó otro de sus clásicos El marxismo Soviético, donde, aunque criticaba la disociación entre el régimen y la teoría marxista, creía que éste se podría corregir desde adentro, y, aunque él no lo vería, aparentemente laglasnot de Gorbachov le daría (parte de) la razón -pero con resultados más que equívocos.
El Hombre Unidimensional
Quizás su obra mas trascendental -aunque no necesariamente más profunda- haya sido El Hombre Unidimensional, donde Marcuse hacía un diagnóstico lapidario del capitalismo que se convertiría en la vulgata y el punto de partida obligado para el rechazo que toda la izquierda universal haría del capitalismo en los años 60: alienación, productivismo, consumismo, medios masivos alienadores, publicidad estudipizante, todo esto y mucho más es lo que convertiría -según Marcuse- al hombre potencialmente libre en un hombre unidimensional incapaz de pensamiento crítico y de actitudes contestatarias.
A diferencia del marxismo clásico, para Marcuse el proletariado no era una clase revolucionaria en sí ni mucho menos, y él personalmente era más escéptico aún ante la supuesta inevitabilidad de la crisis capitalista sostenida una y otra vez por la astucia de la razón capitalista.
Para Marcuse, los medios de comunicación y las industrias culturales, así como las expresiones de la publicidad comercial, reproducen y socializan en los valores el sistema dominante y amenazan con eliminar el pensamiento y la crítica. Los efectos de esta orientación mediática crean un escenario cultural cerrado, unidimensional, que propicia una especie de pensamiento único y determina la conducta del individuo en la sociedad. Los medios crean una estructura de dominación, bajo la apariencia de una conciencia feliz que inhibe la posibilidad de cambio hacia la liberación. Los medios de comunicación, a través de un lenguaje informal, no dan explicaciones ni ofrecen conceptos, sino que aportan imágenes. Descontextualizan, niega la referencia histórica. Lejos de moverse entre la verdad o la mentira, se limitan a imponer un modelo.
Aunque la tesis central de El hombre unidimensional era tremendamente pesimista, y a pesar a de que la obra fue criticada tanto por la derecha como por la izquierda, Marcuse era subterráneamente propositivo, utópico, y tenía una esperanza profunda en la transformación social.
La estética de la libertad y la crítica de la tecnología
Las obras finales de Marcuse fueron más cortas y panfletarias que sus clásicos, y glorificaban la resistencia y a los movimientos contestarios, y lo convirtieron en el gurú definitivo de la nueva izquierda. Nada casualmente Brandeis no le quiso renovar el contrato, y terminó recalando en la bellísima Universidad de California, en La Jolla, hasta retirarse a mediados de los 70 ganando un impacto y un apego estudiantiles inimaginables.
Mostrando su polimorfismo, la última obra de Marcuse, escrita el mismo año de su muerte, fue La Dimensión estética, donde el filósofo reinvindicaba el potencial de la alta cultura burguesa para subvertir su raíz y convertirse en el guión de la revolución cultural que sería la propedéutica a la política revolucionaria.
A pesar de la ambición de su pensamiento, la influencia de Marcuse chocaría contra el muro de las décadas lamentables de los años 80 y 90, y actualmente su estudio, conocimiento y propuestas pasan totalmente inadvertidos. Lo que se explica por el desconocimiento de miles de páginas manuscritas que recién se están publicando en los últimos años, convertidas en 5 gruesísimos volúmenes, por el hecho de que los movimientos revolucionarios que Marcuse aplaudía fracasaron casi todos, y porque su dialéctica no era negativa sino propositiva, grandiosa y profundamente iluminista.
Sin embargo, es probable que pronto veamos un retorno a Marcuse de la mano de la publicación de los inéditos, así como de un redespertar de las excelentes lecturas que Marcuse hizo de la represión y la liberación.
Un aspecto particularmente punzante y relevante de su pensamiento está ligado al rol que le otorgaba a la tecnología como organizadora de las sociedades contemporáneas, así como a la solidaridad que establecía entre tecnología, cultura de la economía y vida cotidiana. Y lo mismo puede decirse de la proliferación de nuevas tecnologías de la comunicación, que ganarían mucho de una análisis marcusiano hasta hoy prácticamente inexistente.
Sin olvidar que la solidaridad de las perspectivas de Marcuse, donde lo social, lo cultural, lo económico y lo mediático siempre están entrelazados con lo político, es más que útil para hacer un análisis del presente justo en el momento en que las fuerzas más reaccionarias y más convencionales tratan de anular todo cambio y toda propuesta de repolitización bajo el sambenito de que éstas llevan al mesianismo, el irracionalismo, lo aporético, y son fundamentalmente amenazadoras de la seguridad jurídica y de la paz postpolítica de los negocios.
Si Marcuse (como Henri Lefevbre, como Joel de Rosnay, como Dominique Wolton y tantos otros críticos) resulta sumamente útil para repensar la sociedad de la información es porque en general los teóricos panegiristas de esta última están demasiados ensimismados y deslumbrados por la tecnología -o por la simple inversión de sus valores y polos como para darse cuenta de que lo que importa es la política. Y como analista político Marcuse lo fue en grado supremo.
Por último, aunque en principio no se vea demasiado fácilmente cuál es la utilidad pedagógica o escolar de pensadores como Marcuse, Foucault, Bataille, la escuela de Frankfurt, Norbert Elias y tantos otros, se trata precisamente de lo contrario. Es imposible entender la dialéctica entre lo abstracto y lo concreto, entre lo real y lo imaginado, entre el deseo y la factibilidad sin recurrir a estos pensadores. Es reduccionista y falto de espesor historiográfico pretender entender la segunda parte del siglo XX y nuestro presente ignorando aportes de esas rocas del pensamiento y de estos faros para la acción.
La sociedad de la información para todos se construirá sobre lo que queda vivo de estos balizamientos del siglo XX, no frente a su ignorancia o incomprensión.
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