Por Edgardo Mocca
Página|12
Desde distintas pertenencias integrantes de la coalición gobernante se ha hecho explícita en estos días una concepción de la sociedad argentina (y acaso no solamente de ella). Han dicho Javier González Fraga y Gabriela Michetti que la experiencia de mejoramiento de la calidad de vida en estos últimos años es el producto de una mentira, de algo que “no podía durar”. Hay, en principio en estas palabras, un reconocimiento implícito de algo que la derecha argentina es muy remisa a reconocer: los trabajadores (empleados medios fue el sujeto de la ilusión elegido por el economista filo-radical) pudieron acceder a bienes y recursos a los que no accedían antes y que, por lo visto, no serán inmunes al realismo neoliberal.
El problema principal no es lo que dijeron sino por qué pudieron decir lo que dijeron sin que una avalancha de repudio social siguiera a sus palabras. La cínica naturalización de la desigualdad social y el espíritu de revancha clasista que llevan implícitas parece una imprudencia retórica destinada a dañar la causa para la que los hablantes militan, al poner al desnudo un poco brutalmente lo que ya intuye la calle: el macrismo es un gobierno de los ricos. Sin embargo, no fue el caso, no hubo escándalo social. La primera explicación que está siempre a mano es que los medios de comunicación no “hicieron agenda” con esas declaraciones. Pero el problema es que si todo lo explicamos por la acción de los medios abandonamos la pregunta sobre por qué una cantidad enorme de argentinos sigue creyéndoles. Y en el camino de respuesta a esa pregunta nos vamos a encontrar con un problema mucho más complejo, que es la comunidad de valores que existe entre el mensaje cuasi monopólico de los medios y una parte importante de los sectores medios y medios-altos de nuestra sociedad. Los neoliberales pueden hacer profesión de fe antiigualitaria y antisolidaria porque en una parte de nuestra sociedad esa fe existe e influye muy fuertemente en su conducta política. A la vez los medios reactúan y consolidan ese estado de la conciencia social.
¿Por qué preferimos la desigualdad (aunque digamos lo contrario) es el provocativo título de un libro más o menos reciente de Francois Dubet. ¿De qué se trata? De un cambio profundo de percepción social operado en el mundo occidental en las cuatro décadas transcurridas desde la gran revolución neoliberal de mediados de los años setenta. “La fortuna de los ricos es buena para todos” es el santo y seña de una creencia que abarca a muy amplios sectores. Sería una ilusión angelical si por un instante creyéramos que se trata de la expresión de una esperanza, la de vivir mejor en el futuro, la de que las superganancias monopólicas de hoy se convertirán en las inversiones de mañana y en el salario y las condiciones de trabajo de mañana. No es así. No puede creerse seriamente en ese goteo de arriba hacia abajo (la palabra “derrame” mejora la metáfora pero no modifica la realidad). Hasta cierto punto sería posible considerar esa creencia esperanzada en la Argentina de los noventa, cuando las “reformas de mercado” se desarrollaban en el contexto de un auge mundial del neoliberalismo y tenían como prólogo el incendio hiperinflacionario de 1989. Atribuir a esa creencia esperanzada la buena prensa de la desigualdad sería una ingenuidad. Equivaldría a pensar en términos elitistas, a dar por sentado que la gente “piensa mal” por su irremediable tontería y le cree a los medios porque no ha aprendido el arte de los intelectuales de decodificar sus mensajes. El cambio de perspectivas de un sector de la sociedad sobre la desigualdad podría ser pensado más productivamente no solamente como una de las condiciones para el triunfo del neoliberalismo sino como parte central de ese triunfo. Lo que alimenta ese estado de la opinión es la experiencia política de estas últimas cuatro décadas en nuestro país y en todo el mundo, el monopolio mundial de las “democracias de mercado”, el fin trágico de las experiencias de contestación política a este rumbo, los riesgos que en todas partes conlleva vivir a contramano de esa doctrina. No vivimos un capitalismo regido por la doctrina del fomento de la demanda popular como motor de la economía ni la de la protección social como estrategia para estabilizar el régimen de desigualdad, sino en un sistema abiertamente extorsivo que promete desgracias para cualquier intento de salirse de las reglas de juego y, peor aún, cumple sistemáticamente esas amenazas. Si se quiere ver un símbolo perfecto de esta época del capitalismo, hay que revisar la experiencia de la crisis griega y el nivel de chantaje público y violento que las camarillas del poder financiero ejercieron sobre su gobierno para “convencerlo” de volver al redil de la “austeridad” y el “europeísmo”.
La elección de la desigualdad no es, entonces, el fruto de un cálculo esperanzado sino de un temor. De un temor fundado en la experiencia. Alguna vez me he encontrado –en tiempos de empleados que vivían engañados con su poder de compra– con la pregunta sobre si yo creía que fuera posible sostener una política como la del kirchnerismo, que era rechazada por los sectores más influyentes del mundo. Mi interlocutor no hablaba desde una visión férreamente opositora al gobierno sino desde el sentido común que creo ampliamente esparcido entre mis compatriotas. ¿Cómo te vas a meter contra los yanquis, contra los grandes empresarios, contra los grandes medios? Eso no puede ir bien. En esa sensación de horizonte cerrado, de historia finalizada, consiste la piedra angular del dominio de los poderosos. Cuando esa piedra se remueve aunque sea mínimamente, la historia vuelve a andar. Es esa mirada del mundo penetrada por el temor –fundado temor– de perder lo mucho o lo poco que se tiene, a causa de una crisis económica o de una escalada de violencia, la que aconseja cerrarse en el mundo íntimo, clausurar la calle, defenderse del otro, potencial amenaza. Desconfiar del que está abajo y resignarse ante el de arriba, aún cuando se lo rechace.
En el período político que se cerró el 10 de diciembre pasado esas certezas colectivas entraron en crisis. Antes que nada entraron en crisis cuando la gran promesa de entrar en el Primer Mundo y recibir la bendición que trae el derrame de la plata hiperconcentrada en pocos bolsillos degeneró en la ruina colectiva y en la crisis política. Las contingencias y hasta el azar político quisieron que la desembocadura de ese drama fuera el ascenso al gobierno de Néstor Kirchner y la apertura de una experiencia política en la que la cuestión de la desigualdad no fuera desplazada de la agenda después de que se recuperara el orden político después de una rebelión popular inorgánica como la que se desarrolló en diciembre de 2001. La gran clave del desarrollo político posterior a mayo de 2003 fue el curso cambiante del ánimo de los sectores medios, ampliamente favorable al principio y sensible a la prédica del bloque de poder en varios momentos centrales del proceso. El mejoramiento de las condiciones de vida de los asalariados y los sectores populares produjo consecuencias en la estructura de la distribución del ingreso que achataron la pirámide social y acercaron a sectores que habían sido expulsados de la producción y la cultura al estatus de las clases medias. Estas últimas sintieron la doble presión de una pérdida de distinción social frente al avance de los más pobres –que se interpretaba como enteramente financiado por los sectores medios– y de la incertidumbre que la maquinaria mediática de los poderosos sembraba sobre el futuro. La generación de un clima de intranquilidad económica, la agitación sobre el autoritarismo del “régimen kirchnerista”, la sensación, en fin, de que los poderosos no querían que ese estado de cosas continuara fue inclinando la balanza hasta que lograron el cambio de gobierno.
El cambio de gobierno no tuvo la forma brusca de un cambio de régimen como consecuencia de una crisis de gobernabilidad sino el pacífico aspecto de una alternancia totalmente natural en la democracia electoral. Es un punto de partida que tiene la ventaja de la legitimidad popular pero al mismo tiempo la desventaja de que nunca se llegaron a cumplir las profecías catastróficas. Desde ese punto de partida se libra la batalla política. Por eso la situación es incierta. El gobierno insinuó en su comienzo –ayudado por las expectativas habituales que trae lo nuevo– que estaba en condiciones de construir un frente político relativamente estable, capaz de sostenerlo en las seguras tormentas que traería la puesta en marcha del ajuste. Ese frente muestra hoy grietas muy visibles. El movimiento sindical practica un curioso minué: palabras conciliadoras, muestra prudente de los dientes, agachada pero no tanto…En fin, los sectores tradicionales del sindicalismo se ven obligados a hacer contorsiones que les permitan conseguir ventajas corporativas a partir de las necesidades del gobierno y, al mismo tiempo, no perder el tren del estado de ánimo de una masa de trabajadores que sufrió muchos reveses en pocos meses y, de modo muy heterogéneo, va encontrando formas de expresarse en contra de la barbarie monopólica y gubernamental. La actitud firme de las dos CTA contribuye a hacer más compleja la estrategia del sindicalismo negociador. El Congreso y los partidos políticos viven en la misma incertidumbre: la idea de cambiar el llamado a la resignación social a cambio de ventajas sectoriales o provinciales vive en tensión con un estado de ánimo social adverso al brutal ajuste.
La preferencia por la desigualdad no es una “ley” de nuestras sociedades. Puede ser puesta en crisis por la realidad, siempre que se entienda por realidad algo más que la estadística de los precios y los salarios. Siempre que se entienda la realidad por un conjunto de experiencias colectivas, de organización, de discusión, de movilización. Ese es el único terreno donde puede disputarse con los frutos ideológicos de la extorsión neoliberal.
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