Por Horacio González
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El pedido de perdón es una de las más complejas formas de la relación entre los hombres. Si bien no tiene el valor de suspender el acto que origina un daño, permite continuar el vínculo entre ofensor y ofendido por un convenio social de aceptación que evite el duelo, la guerra o la ruptura. Este convenio no involucra necesariamente una persuasión profunda. Por eso, para muchos se hace dificultoso perdonar si se pidiera un cambio de opinión íntima sobre un agravio recibido, y en el entendimiento de que eso no es posible, quizás se sustituye por la clemencia o la indulgencia. Son las formas escépticas y suaves del perdón. La fuerte carga teológica que tiene el perdón y su complemento, la absolución, no lo hace una palabra fácil de utilizar en los tratos cotidianos. Es cierto que como toda expresión vinculada a la gracia, o a la pérdida de gracia, tiene traducciones rápidas en nuestros confesionarios de la modernidad. Pedir perdón por actos menores de desaire, raramente son desconocidos por el supuesto injuriado, si la cosa es leve, y los intereses en juego no merecerían detenerse mucho más en cuestiones que damos por implícitas. La vida que llevamos tiene roces, asperezas, choques potenciales y ultrajes a cada paso. Por eso, el que se siente humillado mejor acepta las disculpas, o sigue de largo, si el probable causante del escarnio decide no desdecirse. Las estructuras de productividad (técnica, económica, política, etc.) en las que estamos envueltos, no tienen ya un halo honorífico que obligue a revestirlas con el ungüento del perdón. No obstante, ¿por qué pareciera que todos viven perdonándose y los medios de comunicación se convierten en un gran confesionario? ¿Ha perdido importancia el perdón? Como veremos, nuestro país tiene suerte. Prat-Gay ha demostrado que no.
La expresión de disculpas es más trivial que el perdón. Pedir que se nos disculpe o que se nos dispense, reduce en algunos grados el origen sacro que tiene el perdón, que en la mayoría de los casos nuestras formas de sociabilidad han secularizado y deprimido. Por eso, muchas veces nos llama la atención el caso de quien pasa por alto el flujo económico de los acontecimientos y los detiene si se consideró ultrajado y exige una vigorosa reparación. Espera imperiosamente que se le pida perdón y produce una fisura en los hechos cotidianos, pues no sabe si en caso de no obtenerlo todo continuará igual. Por el contrario, al desairado muchos le dirán “no lo tomes en serio”, “no saben lo que dicen” o “dejalo pasar”. Pero en la historia de las ofensas y del pedido de perdón como requisito profundo de la conciencia, nunca se cree que alguien no sepa lo que dice. La expresión “tragarse un sapo” define con mucha complacencia lo que es menos un arte que una oscura resignación. Las personas varían en cuanto a la decisiva cuestión de cuán seriamente toman el sentirse humilladas y, por lo tanto, difieren en cuanto a la manera en que exigirán una reparación.
Prat-Gay pidió disculpas a los empresarios españoles, por lo que llamó “mal trato” recibido en ocasión de la estatización de la empresa petrolífera nacional entregada a la gestión de Repsol. Habló del “sufrimiento del capital español”. El gesto es inusual pues no ocurre en una querella en el patio de recreos en una escuela de barrio, sino entre representantes de un Estado y empresarios de otro país. Se trata de una singular forma de la humillación (personal y colectiva) por más que no haya empleado la expresión perdón. Corona así los ataques que recibe el anterior gobierno, período exorcizado de manera virulenta. Reinan los tópicos “religiosos”. Al exorcizo ahora se le agrega una actitud degradada de sí mismo por parte de un ministro. Prat-Gay no ha percibido que se menoscaba él mismo y el país que representa, creyendo que contribuía apenas a la deshonra del período anterior. Este pedido de disculpas es el gesto diplomático más importante que puede producir un país en términos de la declinación de sus potestades de autonomía conceptual. Aceptando los drásticos cambios que este gobierno produce en la política de relación con los inversores extranjeros (incluso con los que de tan discutible manera gestionaron grandes entes públicos del país) hay que preguntar si era necesario dar esta garantía de sumisión. Tenía apariencia cortés, pero un fondo anímico vergonzoso. ¿Alguien vio que se pidieran “disculpas al capital”? Prat-Gay vio al Capital, esa abstracción cotidiana, más fetichista de lo que lo entrevió Marx en su famoso libro. ¿En qué Tribunal Empresarial o Financiero debe mortificarse un país? ¿Frente a que Consistorio de Gerentes Generales debe tratar de exonerarse? ¿No constituye esto un oscuro símbolo de la época que atravesamos? Un ignominioso sentido de rechazo al vivir común ha llevado a Prat-Gay a reclinarse impúdicamente ante el Fetiche.
No es una cuestión menor. Nos lleva de inmediato a la pregunta política por excelencia de quién nombra los funcionarios. La pregunta parece inocente y la respuesta suena obvia. Pero no, si inquirimos por la investidura de los funcionarios. ¿A quién responden con ella? En siglos muy anteriores, se produjo el célebre episodio de la Humillación de Canosa, episodio dramático efectuado por el Emperador del Imperio Sacro Romano Germánico, Enrique IV. Se trataba de la disputa sobre quién nombraba los obispos, si el Rey o el Papa. Estas polémicas permanecen, pero aquietadas dentro del manto de otras convenciones. Traducidas a nuestros tiempos. ¿Quién nombra los ministros? ¿El presidente o los inversores extranjeros? Sobre esto Prat-Gay no solo dio un indicio gravísimo: al ministro lo eligen los inversores. A diferencia de Enrique IV, que con su trabajosa humillación logró el perdón del Papa para luego insistir en su intento de controlar las diócesis, este gobierno ha concurrido a una multitud de altares y confesionarios donde reclamar dispensas. No desconozco que hubo elecciones; pero con ésta solo se eligieron cargos. Las investiduras efectivas del Presidente y sus ministros, la de todos ellos, provienen de otros lados. Surgen de las Diócesis Empresariales y Jurisdicciones Financieras de todo el mundo. Gobiernan pidiendo perdón todos los días en todos los Tronos y Baluartes del Capital. Dicen con inocencia frases rastreras que quedarán en la memoria literaria de la obcecación política y moral: “¡sufre el Capital!” Concurrieron al reclinatorio de Griesa, al confesionario de Cameron, y en España –donde conocen bien qué son y cómo se fabrican abdicaciones– se avasallaron ante los Pepe Botella del Petróleo o los Teléfonos. El país vive con sus investiduras públicas en permanente sumisión, escritas en letra gótica en los apergaminados protocolos de Panamá.
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