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Coronavirus, ¿y después?
Día once de la cuarentena. Días sin escribir y los muertos trepan. Las cifras son inestables, se computan ya más de medio millón en el mundo, con más de 35 mil muertes y poco más de 150 mil recuperados. Dar el número exacto de víctimas y salvados en una página estática que no se detiene en el minuto a minuto no es real. Lo real es dar cifras que globalizan la tendencia que crece, por ahora. La Argentina llegó, hoy, a los 820 enfermos y tiene ya 23 muertos. Los Estados Unidos son ya el país más enfermo. Hubiera sido necesario que comenzaran antes a protegerse, pero míster Trump vaciló. Tardó en darse cuenta de que si dejaba correr el virus sin decretar la cuarentena iban a morir bajo su mandato más de dos millones de personas. Días sin escribir y los muertos trepan, dije. La escritura no suspende la muerte, sólo la señala pero también la acordona, la trasciende. Es posible la ensoñación: al final de la pila de cadáveres que no veremos como en los campos de exterminio de los nazis, campos de concentración o en valles y montañas durante la Segunda Guerra Mundial, o en los deltas napalmeados de Vietnam, o en las llanuras arenosas y calurosas de hambrunas en África, la humanidad termine declarando que la salud, la educación y los derechos humanos –como se hizo en 1948 luego de los horrores del nazismo, con la Declaración Universal de los Derechos Humanos– sean patrimonio intangible de la humanidad y sólo gestionados por los Estados post pandemia. La defensa de la naturaleza se impone: en Buenos Aires, por ejemplo, el cielo está más diáfano, con un 50 por ciento menos de producción de gases; en Venecia se ve el fondo de los canales sin góndolas. El aire se purifica; desde los satélites tripulados se ve la silueta nítida de los continentes. ¿Esto podemos esperar de poner en regla al capitalismo salvaje cuando hayamos terminado de llorar a nuestros muertos? Nadie aventura una respuesta definitiva.
¿EL FIN DEL CAPITALISMO? En todo caso, es interesante la polémica entre los filósofos, el italiano Giorgio Agamben y el surcoreano Byung Chul Han y el esloveno Slavoj Zizek. El italiano teme un avance del estado de excepción, es decir, que las mayorías aplasten en definitiva el ansia de libertad (de mercado y de posesión de bienes y de conciencia) con la excusa de la crisis: lo llamó “la invención de un virus”. Teme que el miedo de los ciudadanos pudiera ser aprovechado por los gobiernos para reducir libertades. En la Argentina, los grandes medios pedían indisimuladamente estado de sitio. El surcoreano, experto en la biopolítica, no cree que el virus pueda ser la causa de un cambio cerval del capitalismo, y el filósofo argentino José Pablo Feinmann tampoco cree que el virus sea el vector del fin del capitalismo. Sus miradas no coinciden con la de Zizek. Es ya evidente que la pandemia está haciendo temblar los mercados. Pero, a largo plazo, ¿el coronavirus podría derribar al capitalismo? Zizek dijo: “El virus puso en evidencia que vivíamos con otro virus naturalizado: el capitalismo. Es una oportunidad para liberarse de la tiranía del mercado”. No cree que el conflicto haga crecer la “solidaridad de los pueblos”. Por estos días la solidaridad es más bien “instinto de supervivencia” y, como tal, “racional y egoísta”. “El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. Obliga a guardar distancias mutuas, no es que permita soñar con una sociedad distinta. China pudo exhibir la superioridad disciplinaria de su sistema con más orgullo por su formación socialista.” El siempre rápido de reflejos Zizek publicó el que seguramente sea el primer ensayo sobre coronavirus. La tesis de Pandemic! Covid-19 shakes the world (¡Pandemia! Covid-19 sacude el mundo) es que la actual crisis sanitaria desnudó las debilidades de las democracias liberales y que el mundo se encamina, entonces, hacia un efecto político positivo. “Barbarie o alguna forma de comunismo reinventado”: tal es la dicotomía que encuentra el esloveno en este crudo y complejo escenario histórico, también inédito.
Chul Han, en cambio, al comparar las medidas de las naciones asiáticas con las europeas, llegó a la conclusión de que la “mentalidad autoritaria” de las primeras genera más obediencia y que Europa “está fracasando” en la batalla: “Los cierres de fronteras son evidentemente una expresión desesperada de soberanía. Pero es una de soberanía en vano”. Chul Han cuestionó, además, el modelo de control policial basado en la vigilancia digital que Beijing utilizó para encarar exitosamente la pandemia y que permitirá a China exhibir “la superioridad de su sistema con más orgullo” e incluso exportarlo. Zizek reapareció y contestó: “El comunismo que debería prevalecer ahora no es un sueño oscuro sino lo que ya está ocurriendo. El Estado debe asumir un papel mucho más activo”. Otros filósofos aportan lo suyo al debate: el italiano Ricardo “Bifo” Berardi sostiene: “El capitalismo se encuentra en un estado de estancamiento irremediable. Nos fustigaba como a animales de carga, para obligarnos a seguir corriendo, aunque el crecimiento se había convertido en un espejismo imposible”. Y la estadounidense y feminista Judith Butler reafirma que “el virus quita el velo a aquello que ya estaba –y estaba mal– o lo acentúa de manera radical. La igualdad ha vuelto al centro de la escena como una necesidad”.
VIRALIZAR LA REVOLUCIÓN. Lo cierto es que no se puede dotar a un virus de una determinación revolucionaria. Pero si Hobbes construyó en Leviatán la teoría de la necesidad del Estado como resultado del miedo de los humanos a los otros humanos, la producción “positiva” del coronavirus ¿puede ser la generación de nuevas formas de Estado? Vale la pena citar la nota de Feinmann publicada en Página/12 el domingo 29 de marzo (https://www.pagina12.com.ar/256018-pandemia-muerte-y-capitalismo): “Si algo hace grande a la condición humana es que el hombre muere y sabe que muere. Vivir pese a la certeza de la finitud es heroico. De aquí que nos pasemos la vida soterrándonos en uno y mil problemas cotidianos, inmediatos, a la mano, con tal de no pensar nuestra finitud. El virus termina obligándonos a una introspección que hemos buscado eludir siempre, ya aturdiéndonos con las mercancías, la tevé, internet, el sexo, las drogas. Cada uno averiguará a dónde lo conduce esto. Algunos se calman pensando que el virus nos va a llevar a un mejor horizonte, un mundo distinto. Puede ser, pero no es seguro. Nada de esto es seguro y es arduo de creer. El capitalismo ha superado muchas pestes desde su primera globalización en el siglo XV. Ha castigado a la humanidad con el colonialismo, con las guerras y con el egoísmo teórico y práctico. Porque el egoísmo, la codicia, son los conceptos fundantes del capitalismo. El socialismo buscó basarse en otros valores, pero se extravió con la teoría de la dictadura del proletariado y la violencia del Estado del partido único. Como sea, tiene mejores conceptos que el capitalismo para enfrentar una peste como la que hoy sufrimos. El papa Francisco, cuyas raíces están en el peronismo, dijo ‘Nadie se salva solo’. Y lo dijo porque es un populista de izquierda en un mundo entregado al endiosamiento del mercado y el juego infinito y sin límites de las finanzas de los poderosos. Ese mundo quizás salga debilitado de la pandemia. Pero se va a rearmar para volver. De los sujetos libres de este mundo en peligro dependerá que eso no ocurra. No de una pandemia”.
Vale la pena citar, también, parte de un largo texto del filósofo Ricardo Forster, asesor del presidente Alberto Fernández, sobre la encrucijada del capitalismo, cuando como el gran Walter Benjamin cree que la historia de la cultura se devela pasando un cepillo a contramano de la barbarie que esta vez –por qué no– corporiza la desesperación humana por la invasión del Covid-19: “Mis inclinaciones benjaminianas me ayudan: siento que estamos en el interior de una ruptura, que el giro de los tiempos es inevitable y que lo nuevo está allí muy cerca y muy lejos. Aunque muchos repitan, casi al unísono, que la consumación de esta pandemia terminará favoreciendo la exponencial concentración de la riqueza y la solidificación de Estados más autoritarios y vigilantes. Sospecho de esas lecturas fatalistas y lineales pese a que guardan, como no podría ser de otro modo, una posibilidad más que cierta y desmoralizante. ‘Que todo siga igual, a eso llamo el infierno’, escribía Benjamin en otra encrucijada histórica. Que el Covid-19 sólo deje a su paso una estela de muerte, miedo y ampliación de los poderes reales resulta espantoso. Intento vislumbrar un giro de los tiempos, un cruce del Rubicón, tal vez una toma de conciencia que atraviese al planeta y ponga en entredicho la continuidad sin más de lo mismo, que puede tener su rostro estadounidense o su rostro chino. Algo nuevo y distinto, pero también arcaico y conocido se mueve en el interior de sociedades en cuarentena. El temor que está a flor de piel, listo para mutar en terror y acabar como aceptación pasiva de lo peor. Pero también la apertura de algo otro, revulsivo, crítico y novedoso que sólo puede emerger en los momentos de dislocación y ruptura, cuando lo inesperado hace su aparición y desarma certezas y realidades naturalizadas. No sé, apenas si lo puedo intuir, cuánto de oportunidad trae aparejada la vivencia del virus y de su expansión aparentemente indetenible. Lo único que parece estar garantizado en la historia es la repetición de lo peor; lo demás carece de toda garantía y es apenas una débil posibilidad que dependerá de nosotros que, eso también lo sabemos, no somos ejemplo de rebeldía en un mundo domesticado por el llamado al goce consumista y al hedonismo individualista. Ir, una vez más, contracorriente para romper el decurso lineal de los acontecimientos”.
LA BOLSA O LA VIDA. Así es. ¿Qué nos salvará? No es la creencia en lo divino, claro. En cada noticia que buscamos en los diarios desearíamos encontrar los avances en la producción de una vacuna contra el virus. Es más, saludamos cada experimento en la aplicación de placebos. Igual, difícil no recordar la imagen tremenda y desoladora del papa Francisco –un jugador de la liga mundial antineoliberal– la noche de la misa en el Vaticano, monumentalmente desierto, por primera vez en la historia contemporánea. Porque el virus suspende muchas cosas y no sólo la vida cotidiana. Suspende el presente. Pero no el pasado. Reconfigura el futuro, incluso de las creencias más antiguas. Porque la batalla –como San Agustín sabía– entre la ciencia y la religión reflota. Recuerdo el final de El nombre de la rosa, extraordinario libro de Umberto Eco. Y su final en latín: “Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos”. O “De la primitiva rosa nos queda únicamente el nombre”. ¿Así será con el coronavirus cuando su secreto se nos haya revelado?
En tanto, en el alerta profundo del pensamiento crítico, se anuncia un desastre en la economía mundial. Y eso implica hambre y desorganización de la vida tal como la conocimos. Frente a esto, los Estados contestan con sus dirigencias de distinta manera. En la Argentina, hasta ahora, dice un cronista, el Estado da respuestas, el Gobierno se muestra activo, trabajando día y noche, transmitiendo sensatez y calma. Las organizaciones sociales y religiosas cooperan. La sociedad civil se conduce con templanza y dosis altas de cuidado recíproco. Para hacer el conteo de infractores versus cumplidores tiene que entenderse que hay 45 millones de habitantes. Los violadores de reglas o leyes son un porcentaje mínimo.
¿El virus es de izquierda o de derecha?, cabe preguntarse vanamente. Lo cierto es que la derecha política, los rezagos de neoliberalismo doméstico en la Argentina, a juzgar por el comportamiento furioso de muchos empresarios que cesantean a obreros, o quienes hacen escalar el precio de frutas, verduras, servicios y bienes indispensables, parece no temer que millones de pobres se mueran sino que se rebelen por hambre. El CEO de Techint, Paolo Rocca –uno de los empresarios más ricos, cultos y poderosos de la Argentina–, se ubicó a la vanguardia de la repudiable minoría cuando cesanteó a más de 1.400 obreros y a quienes el presidente Alberto Fernández denominó “los miserables”.
Porque la barbarie está a la vuelta de la esquina: “La peste azuza la codicia empresaria, la urgencia irracional de remarcar artículos estratégicos de primera necesidad”, dijo Alberto Fernández. Y también dijo que no lo permitirá. Por eso, el gobierno argentino fuerza la máquina de la economía por la demanda y no por el fortalecimiento de la oferta de bienes. Por eso envía señales de que se tirará plata de los aviones si fuera necesario para ello; que haya una renta universal para sostener la demanda agregada de bienes. Se tiene la certeza de que en la Argentina nadie se morirá de hambre. Si la gran burguesía agraria y financiera se retobara, queda el poder del Estado para avanzar en expropiaciones y nacionalizaciones. O, también, para socorrerlas con paquetazos de rebaja de impuestos y contribuciones. Es una vía abierta, claro. Pero los muy ricos, los poderosos empresarios de la timba financiera y la fuga de capitales ¿acaso temen más a expropiaciones y nacionalizaciones que a la rebelión de millones de hambrientos? No hay lógica en el capitalismo tal como lo conocemos, porque les temen a las dos con la misma intensidad. La deuda mundial suma 253,2 billones (millones de millones) de dólares en 2019, equivalente a 322 por ciento del Producto Global. Con más de la mitad de la economía mundial paralizada, y más de un tercio de la población mundial en cuarentena, los deudores no podrán pagar ni intereses ni capital de los créditos. Los paquetes de rescate anunciados son insuficientes si los motores de la economía no vuelven a funcionar, dicen. Por ahora, la respuesta de cada gobierno en el mundo es distinta. La Argentina está señalada como el país más humanista hoy (en eso se baja cierta épica nacional). El gobierno argentino figura en lo más alto de la evaluación sobre el manejo de la crisis, y por eso la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo eligió como uno de los diez países para realizar las pruebas que aceleren el registro de avances en los experimentos para curar la pandemia. Y, también, así es la evaluación realizada por la Confederación Sindical Internacional, la mayor organización laboral del mundo. De su evaluación se desprende que la Argentina, Canadá, Noruega y el Reino Unido, en este orden, son los únicos del mundo que cumplen en cuidar la vida, los alimentos, la salud y la contención de sus habitantes. No es la primera vez que la Argentina se destaca en sus pasiones y posiciones humanitarias: ya lo hizo en el siglo pasado cuando juzgó y ahora, en este siglo, cuando levantó el monumento civilizatorio del Nunca Más a los crímenes de Estado, superando en profundidad al Tribunal de Nüremberg. La Argentina sumó a la doctrina internacional la figura de “genocidio político” como su contribución más profunda al humanismo universal.
En la vida cotidiana, las comunicaciones siguen intensas entre los cuarentenados. Cada día se siente cómo baja la potencia y velocidad en el servicio de internet por la gigantesca demanda. Pasar de la comunicación personal de millones a la virtual es inesperado y allí, como en el sistema sanitario, la humanidad tampoco estaba preparada para una pandemia. La humanidad, y nosotros dentro de ella, somos unos entenados voluntarios. Las derivaciones psíquicas-sociales del aislamiento comienzan a agobiarnos. El decurso del tiempo diario pierde precisión. También al presidente Alberto Fernández lo afecta, se dice, ya que duerme sólo un par de horas. Pierde precisión pero incuba cierta violencia intramuros. Se producen alteraciones domésticas o intrahogar preocupantes. El presidente de Italia, Giuseppe Conte, le contó a Fernández que en su país –el más afectado luego de China y los EE.UU. por lo menos con 10 mil muertos–, escalaron la violencia familiar, los homicidios y los suicidios. Hay preocupación en el movimiento de mujeres en la Argentina. Hay un llamado a la protesta en los balcones porque hubo once femicidios en apenas diez días de encierro. La violencia interna por el encierro se torna hacia otro cuerpo en conflicto: el enemigo interno, la fuente de angustia se redirige. Se escuchan las recomendaciones de psicólogos: hacer una rutina propia y mantener los ritmos familiares conjuntos. Una recomendación para las clases medias, claro. De cualquier manera, comienza a sentirse esa vaga sensación de depresión que se mantiene a raya –una sublimación del miedo que desorganiza la vida– pautando horarios de lectura, escritura, gimnasia. Hay una cita colectiva diaria en los balcones: la gente aplaude con emoción el trabajo solidario de los médicos y de todo el personal de servicios denominados esenciales que no se detuvieron. Emociona, también, que hayan regresado voluntariamente para sumarse a la tarea ciento veinte médicos argentinos que estaban en el exterior.
TAMBIÉN ESTO PASARÁ. Hoy comenzó la prolongación de la cuarentena social obligatoria hasta después de la Semana Santa, a mediados de abril. Ayer, domingo, AF dejó algunas definiciones de lo que hará: más subsidios, más dinero como maná sobre pequeñas y medianas empresas, más sanciones al agio que aparece como mantra en los precios de verduras y frutas. Comienza una lenta escasez de productos industriales. El Presidente tiene altos niveles de aprobación en cómo lleva adelante la crisis, incluso de los votantes de su competidor anterior, Mauricio Macri. Millones consideran una suerte no ser gobernados por esa especie de gerente inculto con ideas neoliberales muy elementales, por cierto, e iguales a las del nefasto presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, a quien se le rebelaron casi todos los gobernadores para salvar a la población del darwinismo pedestre de un violento. Fernández seduce con su equilibrio y bonhomía. Se dirige a los argentinos como un profesor paternal. Mientras promete duros castigos a quienes lucren con las necesidades de la gente. Está preocupado por el curso de la crisis en el conurbano, donde se concentra el 30 por ciento de la población argentina. Allí los pobres deben hacer colas y tienen trabajos temporarios. La batería económica del Estado ayudará. Pero el devenir es un pasadizo secreto. En lo que depende de la voluntad política, además de la medidas económicas y sociales en curso, el Presidente de los argentinos dijo: “Una economía que cae la podemos levantar, pero una vida que perdemos no la recuperamos más”. Este sentimiento profundamente solidario resistirá la prueba de las pasiones feroces del capitalismo. Porque, debe saber el Presidente, los grandes empresarios siempre están dispuestos a defender con furia sus ganancias extraordinarias. La historia argentina lo demuestra, de los golpes militares al Estado terrorista que impulsaron.
Otra vez, sin embargo, la gran deudora del sur, como definió Sarmiento cuando la Argentina aparecía ya en el siglo XIX con una impagable deuda externa producto del colonialismo vernáculo, se transforma en una acreedora moral del mundo como con el Nunca Más. “El Estado va a estar más presente que nunca para que nadie sea desamparado y para que a nadie le sea permitida la miserabilidad de especular, de subir precios, de dejar a los argentinos sin trabajo. Por eso, esta pandemia tiene que servirnos como enseñanza. Nuestra subsistencia depende de confiar en los demás. Depende de cuidarnos para así, cuidar a la comunidad a la que pertenecemos. Depende de apartarnos del egoísmo para seguir la regla de la solidaridad. Nadie se salva solo. Y la Argentina es nuestra casa común.” La intemperie viral será la economía, pero la política puede ir por sus fueros: es el mundo de la cultura y del trabajo el que debe tallar. Hay que defender sus valores con uñas y dientes, y una enorme pasión por lo que nos hizo humanos. Y, entonces, es bueno recordar. Escribí en Twitter: “La inspiración de Cristina Fernández de Kirchner al elegir a Alberto Fernández es la demostración cabal de que ella ama a su pueblo más que a sí misma”.
Algo más, algo importante. Los adolescentes ya arman en sus celulares y en sus computadoras “la coronafiesta” virtual con la aplicación Zoom. Es un alivio saber que la vida continúa, que la vida se abre paso, siempre, aunque a veces me sienta como el personaje del científico de la película El núcleo, que a punto de morir encerrado en una cápsula que va a estallar, sigue dictándole a un pequeño grabador de mano sus conclusiones de por qué aunque él muera el mundo podrá salvarse. Eso es, sin duda, este diario.
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